Un nublao de tiniebla y pedernal, de Miguel Ángel González
Vuelvo por unos instantes al blog, para compartir algunas notas de lectura que tomé cuando leí (hace ya unos meses, antes de acudir a la presentación de su libro) la novela Un nublao de tiniebla y pedernal, de Miguel Ángel González.
Siempre
me han parecido desdeñables, cuando no vomitivas, las críticas que tratan de
vestir de objetividad los halagos a un amigo. Estoy seguro de que a Miguel
Ángel González también. Lo cual no quita que leamos el libro de un amigo y este
sea halagable, y lo conveniente sea tratarlo así. Es el caso, y eso hacemos.
No
es fácil describir Un nublao de tiniebla y pedernal. Y me imagino que eso haría
que las editoriales tuvieran dudas sobre si debían publicarlo o no, y que las
librerías estén dudando aún si situarlo en los estantes de ficción o de no –
ficción. Creo que si uno no es muy rígido en sus prejuicios, este libro es una
novela, y cuánto hay de ficción y cuánto de no – ficción en lo que en ella nos
cuentan es algo secundario. A mí no me importa demasiado saber si lo que me
cuentan en una novela que quiere tener aires de realidad es cierto o no. Lo
importante, y no sé qué hacemos discutiendo eso después de Aristóteles, es que
sea verosímil. Que esté lleno de vida. Y este es un libro lleno de vida. ¿Qué
es este libro? Diría que Un nublao de tiniebla y pedernal es un viaje por la
memoria y las tabernas, por los tragos y las penas, por los sueños y las
decepciones. Una copla, al cabo, y de ahí el acierto de titularlo así.
Conocí
a Miguel Ángel González en una entrega de premios, hace diez años, donde él
había conseguido un primer premio de poesía y yo el segundo premio en el de
narrativa. Es bien conocido lo que los que nos llevamos los segundos premios
pensamos de quienes se llevan los primeros. Bolaño hizo literatura y en algún
momento fortuna con esas envidias.
Miguel
Ángel González fue a esa entrega de premios acompañado de sus abuelos, y ante
una organizadora algo extrañada, le dijo que si no aprovechaba para presumir
delante de ellos en ese premio que era en Madrid… cuándo iba a encontrar mejor
situación. Leyó, lo recuerdo, un poema sobre una chica guapa, pero tampoco tan
guapa, con unas piernas muy largas, pero tampoco tan largas, que moría
absurdamente asfixiada con un chicle. Me gustó el poema, sí, porque era como un
tango triste, como una copla desnortada, y porque pensé que en mi clase hubo
una chica cuya madre murió asfixiada por una gominola que se le pegó al paladar
y le impidió seguir respirando.
Quizá
solo escribamos los que fuimos niños a los que esas desgracias les pillaban
cerca. O quizá no. Con los años nos fuimos tratando más y nos hicimos amigos.
Y
he vuelto a pensar en esa entrega de premios y esa chica del poema, con tan
mala suerte que sus piernas no eran tan bonitas como se merecía, porque esas,
la mala suerte, la desgracia, y una cierta mirada fatalista a la vez que
bienhumorada sobre la vida, siguen siendo las claves de la escritura de Miguel
Ángel González.
Si
buscáramos el aplauso fácil o la palmadita en la espalda, diríamos que ya era
un autor con un mundo propio entonces. Y diríamos, para redondear la faena, que
no es fácil tener ese mundo propio tan claro desde tan pronto.
Vuelvo
también a ese acto de entrega de premios por los abuelos de Miguel Ángel. Un
nublao de tiniebla y pedernal se abre con un glosario de personajes, al modo de
las obras de teatro o las ediciones críticas de Cien años de soledad. No sé si
era necesario. Entre los cientos de personajes que entran y salen de la obra,
como si se subieran a escena, hicieran su parte y esperaran el aplauso antes de
retirarse, hay uno que sirve de alambre central sobre el que construir la
trama, el abuelo. Y hay un narrador, identificable en la medida que cada uno
quiera con el autor, que va dando paso y entrada a cada uno de los demás.
Un
nublao de tiniebla y pedernal es un libro bonito, a su manera muy bonito,
aunque en él pasen cosas feas, porque es un homenaje a quienes no tuvieron
vidas fáciles y a quienes fueron acumulando desgracias como quien colecciona
sellos o agujeros en las suelas del zapato.
El
clan, lleno de ramificaciones y que se va ampliando con fichajes más que
interesantes, nómada, formado por culos de mal asiento, parece compartir el gen
de la mala suerte. Las referencias a la misma durante la novela no son para nada
casuales. Y la moraleja siempre es que cuando la buena suerte está funcionando
hay que desconfiar, porque no durará. Y la segunda moraleja, aún más
importante, es que nunca conviene pensar que las malas rachas están al acabar.
Porque no se acaban nunca.
Hay
palmas, coplas, copas, excursiones sin sentido, costumbrismo pop, apariciones
estelares de Tony Manero y Camarón, de Zidane y Las Grecas, hay unos años
ochenta y noventa en un barrio muy distinto a los barrios de hoy, hay deudas, y
chistes y miradas infantiles, y enfermedades y muerte. Cuando parece que
alguien va a morirse no se muere, pero la muerte está esperando a cobrarse la
revancha en cualquier esquina. Como la vida misma.
Y
se repiten otras de las claves de la escritura de Miguel Ángel González. La más
importante, una trascendencia que no agobia, pero que no se pierde nunca de
vista. La idea de que la vida es un suspiro y está, encima, llena de trampas.
La sensación de que podemos identificarnos con aquellas palabras de Woody Allen
en Annie Hall. Hay un viejo chiste: dos mujeres mayores
están en un hotel de alta montaña y una comenta, "¡Vaya, aquí la comida es
realmente terrible!", y contesta la otra: "¡Y además las raciones son
muy pequeñas!". Pues básicamente así es como me parece la vida, llena de
soledad, histeria, sufrimiento, tristeza y, sin embargo, se acaba demasiado
deprisa.
En
Todos los miedos (2015), el protagonista de la segunda de esas dos terribles
historias, pensaba ante el pronóstico de muerte inminente, que ya no iba a
aprender a tocar la guitarra.
Esa
filosofía, de superviviente al que tienen acorralado, sigue estando en este
libro.
Si
las historias que se van engarzando en Un nublao de tiniebla y pedernal no nos
dieran los respiros de la sonrisa, serían agobiantes. Pero por mal que terminen
nunca se ahogan en la pena. El humor negro (como el pelo y los dientes del
marido de la hermana del narrador) siempre causa más efecto cuando apunta hacia
el espejo, y eso es lo que no falta aquí.
La
sensación que queda después de leer las poco más de ciento cincuenta páginas
del libro es la de que se nos han escapado detalles, que no recordamos los
nombres concretos, ni quién decía qué o a quién le pasaba tal historia
terrible. La sensación es la de haber estado durante cuatro horas en una
taberna de Carabanchel, sin gentrificación ni filtros de instagram, pequeña y
mal ventilada, pero con raciones generosas y con mucha grasa que vaya
absorbiendo el alcohol, escuchando a un amigo hablar entre cervezas, unas cañas
que vacía a la velocidad del rayo, porque esa es, al cabo, la característica
que define al clan, la incapacidad para tomarse las bebidas sin ansia, sin
apurarlas de un trago, y sin entender del todo algunas de las historias que nos
estaba contando, porque se mezclaban con las apuestas de las partidas de cartas
de otras mesas y con nuestros propios recuerdos.
Si
queremos retener más detalles, lo mejor será volver a leer el libro. Pero ese no
nos parecerá un problema.
Antes
de Un nublao de tiniebla y pedernal leí Duelo, de Eduardo Halfon, que también
es un libro de muerte y abuelos, de apuestas perdidas y de mentirosos. Creo que
son dos libros más parecidos de lo que puede parecer a priori. El de Halfon es
más grave, más serio, más lleno de fatalidad. El de Miguel Ángel González es el
de quien sabe que la fatalidad es inevitable, pero que mientras tanto bien vale
la pena armar el tablao y que a la bruma de las cervezas y los envites se sumen
un par de coplas más. Para que quede muy claro. En el de Halfon sale mucho el
Holocausto. Y en el de González, un mago argentino al que le falta una mano.
Hay que ser, me imagino, endiabladamente bueno para ser un gran ilusionista con
una mano menos. Como hay que ser un muy buen mentiroso para creerte tus propias
mentiras y empezar a vivir en ellas.
Pero
parece que si eres suficientemente bueno como mentiroso, un día alguien
intentará juntar todas tus mentiras y escribir con ellas un libro. Y eso es
quizá, también y en definitiva, Un nublao de tiniebla y pedernal. Un homenaje
al viejo arte de narrar, que es otra manera de decir mentir que se inventó en
una reunión entre copas de vino.
Seguiremos leyendo
Felices lecturas
Sr. E
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