sábado, 2 de octubre de 2021

Un nublao de tiniebla y pedernal, de Miguel Ángel González

Un nublao de tiniebla y pedernal, de Miguel Ángel González


Vuelvo por unos instantes al blog, para compartir algunas notas de lectura que tomé cuando leí (hace ya unos meses, antes de acudir a la presentación de su libro) la novela Un nublao de tiniebla y pedernal, de Miguel Ángel González. 








Siempre me han parecido desdeñables, cuando no vomitivas, las críticas que tratan de vestir de objetividad los halagos a un amigo. Estoy seguro de que a Miguel Ángel González también. Lo cual no quita que leamos el libro de un amigo y este sea halagable, y lo conveniente sea tratarlo así. Es el caso, y eso hacemos.

No es fácil describir Un nublao de tiniebla y pedernal. Y me imagino que eso haría que las editoriales tuvieran dudas sobre si debían publicarlo o no, y que las librerías estén dudando aún si situarlo en los estantes de ficción o de no – ficción. Creo que si uno no es muy rígido en sus prejuicios, este libro es una novela, y cuánto hay de ficción y cuánto de no – ficción en lo que en ella nos cuentan es algo secundario. A mí no me importa demasiado saber si lo que me cuentan en una novela que quiere tener aires de realidad es cierto o no. Lo importante, y no sé qué hacemos discutiendo eso después de Aristóteles, es que sea verosímil. Que esté lleno de vida. Y este es un libro lleno de vida. ¿Qué es este libro? Diría que Un nublao de tiniebla y pedernal es un viaje por la memoria y las tabernas, por los tragos y las penas, por los sueños y las decepciones. Una copla, al cabo, y de ahí el acierto de titularlo así.

Conocí a Miguel Ángel González en una entrega de premios, hace diez años, donde él había conseguido un primer premio de poesía y yo el segundo premio en el de narrativa. Es bien conocido lo que los que nos llevamos los segundos premios pensamos de quienes se llevan los primeros. Bolaño hizo literatura y en algún momento fortuna con esas envidias.

Miguel Ángel González fue a esa entrega de premios acompañado de sus abuelos, y ante una organizadora algo extrañada, le dijo que si no aprovechaba para presumir delante de ellos en ese premio que era en Madrid… cuándo iba a encontrar mejor situación. Leyó, lo recuerdo, un poema sobre una chica guapa, pero tampoco tan guapa, con unas piernas muy largas, pero tampoco tan largas, que moría absurdamente asfixiada con un chicle. Me gustó el poema, sí, porque era como un tango triste, como una copla desnortada, y porque pensé que en mi clase hubo una chica cuya madre murió asfixiada por una gominola que se le pegó al paladar y le impidió seguir respirando.

Quizá solo escribamos los que fuimos niños a los que esas desgracias les pillaban cerca. O quizá no. Con los años nos fuimos tratando más y nos hicimos amigos.

Y he vuelto a pensar en esa entrega de premios y esa chica del poema, con tan mala suerte que sus piernas no eran tan bonitas como se merecía, porque esas, la mala suerte, la desgracia, y una cierta mirada fatalista a la vez que bienhumorada sobre la vida, siguen siendo las claves de la escritura de Miguel Ángel González.

Si buscáramos el aplauso fácil o la palmadita en la espalda, diríamos que ya era un autor con un mundo propio entonces. Y diríamos, para redondear la faena, que no es fácil tener ese mundo propio tan claro desde tan pronto.

Vuelvo también a ese acto de entrega de premios por los abuelos de Miguel Ángel. Un nublao de tiniebla y pedernal se abre con un glosario de personajes, al modo de las obras de teatro o las ediciones críticas de Cien años de soledad. No sé si era necesario. Entre los cientos de personajes que entran y salen de la obra, como si se subieran a escena, hicieran su parte y esperaran el aplauso antes de retirarse, hay uno que sirve de alambre central sobre el que construir la trama, el abuelo. Y hay un narrador, identificable en la medida que cada uno quiera con el autor, que va dando paso y entrada a cada uno de los demás.

Un nublao de tiniebla y pedernal es un libro bonito, a su manera muy bonito, aunque en él pasen cosas feas, porque es un homenaje a quienes no tuvieron vidas fáciles y a quienes fueron acumulando desgracias como quien colecciona sellos o agujeros en las suelas del zapato.

El clan, lleno de ramificaciones y que se va ampliando con fichajes más que interesantes, nómada, formado por culos de mal asiento, parece compartir el gen de la mala suerte. Las referencias a la misma durante la novela no son para nada casuales. Y la moraleja siempre es que cuando la buena suerte está funcionando hay que desconfiar, porque no durará. Y la segunda moraleja, aún más importante, es que nunca conviene pensar que las malas rachas están al acabar. Porque no se acaban nunca.

Hay palmas, coplas, copas, excursiones sin sentido, costumbrismo pop, apariciones estelares de Tony Manero y Camarón, de Zidane y Las Grecas, hay unos años ochenta y noventa en un barrio muy distinto a los barrios de hoy, hay deudas, y chistes y miradas infantiles, y enfermedades y muerte. Cuando parece que alguien va a morirse no se muere, pero la muerte está esperando a cobrarse la revancha en cualquier esquina. Como la vida misma.

Y se repiten otras de las claves de la escritura de Miguel Ángel González. La más importante, una trascendencia que no agobia, pero que no se pierde nunca de vista. La idea de que la vida es un suspiro y está, encima, llena de trampas. La sensación de que podemos identificarnos con aquellas palabras de Woody Allen en Annie Hall. Hay un viejo chiste: dos mujeres mayores están en un hotel de alta montaña y una comenta, "¡Vaya, aquí la comida es realmente terrible!", y contesta la otra: "¡Y además las raciones son muy pequeñas!". Pues básicamente así es como me parece la vida, llena de soledad, histeria, sufrimiento, tristeza y, sin embargo, se acaba demasiado deprisa.

En Todos los miedos (2015), el protagonista de la segunda de esas dos terribles historias, pensaba ante el pronóstico de muerte inminente, que ya no iba a aprender a tocar la guitarra.

Esa filosofía, de superviviente al que tienen acorralado, sigue estando en este libro.

Si las historias que se van engarzando en Un nublao de tiniebla y pedernal no nos dieran los respiros de la sonrisa, serían agobiantes. Pero por mal que terminen nunca se ahogan en la pena. El humor negro (como el pelo y los dientes del marido de la hermana del narrador) siempre causa más efecto cuando apunta hacia el espejo, y eso es lo que no falta aquí.

La sensación que queda después de leer las poco más de ciento cincuenta páginas del libro es la de que se nos han escapado detalles, que no recordamos los nombres concretos, ni quién decía qué o a quién le pasaba tal historia terrible. La sensación es la de haber estado durante cuatro horas en una taberna de Carabanchel, sin gentrificación ni filtros de instagram, pequeña y mal ventilada, pero con raciones generosas y con mucha grasa que vaya absorbiendo el alcohol, escuchando a un amigo hablar entre cervezas, unas cañas que vacía a la velocidad del rayo, porque esa es, al cabo, la característica que define al clan, la incapacidad para tomarse las bebidas sin ansia, sin apurarlas de un trago, y sin entender del todo algunas de las historias que nos estaba contando, porque se mezclaban con las apuestas de las partidas de cartas de otras mesas y con nuestros propios recuerdos.

Si queremos retener más detalles, lo mejor será volver a leer el libro. Pero ese no nos parecerá un problema.

Antes de Un nublao de tiniebla y pedernal leí Duelo, de Eduardo Halfon, que también es un libro de muerte y abuelos, de apuestas perdidas y de mentirosos. Creo que son dos libros más parecidos de lo que puede parecer a priori. El de Halfon es más grave, más serio, más lleno de fatalidad. El de Miguel Ángel González es el de quien sabe que la fatalidad es inevitable, pero que mientras tanto bien vale la pena armar el tablao y que a la bruma de las cervezas y los envites se sumen un par de coplas más. Para que quede muy claro. En el de Halfon sale mucho el Holocausto. Y en el de González, un mago argentino al que le falta una mano. Hay que ser, me imagino, endiabladamente bueno para ser un gran ilusionista con una mano menos. Como hay que ser un muy buen mentiroso para creerte tus propias mentiras y empezar a vivir en ellas.

Pero parece que si eres suficientemente bueno como mentiroso, un día alguien intentará juntar todas tus mentiras y escribir con ellas un libro. Y eso es quizá, también y en definitiva, Un nublao de tiniebla y pedernal. Un homenaje al viejo arte de narrar, que es otra manera de decir mentir que se inventó en una reunión entre copas de vino.


Seguiremos leyendo

Felices lecturas

Sr. E

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