Una selección personal de novelas. Primera parte.
Hay novelas que llegan pronto a nuestras
vidas, y desde siempre nos acompañan. Hay novelas que nos cambian la forma de
leer. Algunas, incluso la forma de vida, porque algunas nos hacen querer
escribir nosotros mismos. Es difícil cerrar una lista de 10 novelas para una
vida. Es difícil cerrar 20 novelas. Hay libros que no son buenos pero que uno
adora. Hay novelas iniciáticas a las que no he sabido volver (Salinger,
Loriga).
Hay novelas que me han fascinado en los últimos meses pero sobre las
que quiero tener más perspectiva antes de subirlas a ningún pedestal (Almas muertas, El maestro y Margarita, Un
asunto personal, Las sillitas rojas). Me he limitado al final a convivir
con las fronteras del absurdo y a recordar experiencias lectoras, que en
algunos casos me marcaron por mi edad, en otros por enfrentarme por primera vez
a ciertas sensaciones lectoras, a nuevas complejidades, otras que me han
acompañado y me han decidido a probar nuevos caminos como lector y escritor. He
dejado un listado de novelas que recomiendo ciegamente, a cualquiera, y ya.
Buenos libros. Libros que siempre vivirán conmigo. Los organizo
cronológicamente para su presentación, y he citado la editorial a través de la
cual yo he podido leerlos, aunque muchos de esos libros tienen varias ediciones.
Moby Dick (1851), de Herman Melville. Alianza Editorial.
Es difícil llegar a esta novela sin
haber oído miles de cosas sobre ella. A favor y en contra. Y a veces sería muy
recomendable no tener todas esas referencias. Moby Dick es para mí la
novela total. Un libro fascinante que habla de todos los temas importantes de
la vida a partir de algo tan poco interesante (al menos para mí) como es la
caza de la ballena y la vida a bordo de un ballenero. Muchas personas me han
dicho que Moby Dick está
sobrevalorada, pero creo lo contrario, sigue sin estar convenientemente
comprendida. ¿Es excesiva? Desde luego. ¿Su estructura está desequilibrada? Sin
duda, pero nadie obliga a quien lee a leer completo un capítulo sobre ballenas
y su naturaleza, se pueden saltar 40 o 50 páginas del total. ¿Qué otro libro
habla con esa pasión de quienes desafían a los dioses y pierden? ¿Dónde pueden
leerse mejor los derrotados de la historia? ¿Traidores, resignados? Moby Dick es una novela de aventuras,
pero de aventuras filosóficas, una novela total. Un libro que se puede leer,
releer, re – releer, y que como al mayordomo de La piedra lunar de Wilkie Collins le pasaba con Robinson Crusoe, me enseña algo cada vez
que la abro, sea por donde sea.
Crimen y castigo (1866), de Fiódor M. Dostoievski. Editorial
Juventud: Hablaba de Dostoievski en la anterior entrada como EL
NOVELISTA, quizá el más importante de la historia, quizá el cruce de caminos
por el que pasa la gran novela del siglo XIX y toda la narrativa importante del
XX. Tal vez Crimen y castigo no sea su mejor novela, porque sus
verdaderos estudiosos hablan de Los demonios o de Los hermanos
Karamazov por encima de esta. Pero Crimen y castigo es, sin duda,
una novela que se mete en el organismo de quien la lee, infectándolo. Una
novela que no deja nunca indiferente a quien la lee, de una profundidad
incomparable. Es una novela que no se olvida, y que va generando un malestar
creciente en quien la tiene entre sus manos, un malestar que sube más y más
según Raskolnikov va metiéndose en graves problemas, en una espiral de locura y
desequilibrio sin salida aparente.
Drácula (1897), de Bram Stoker. Penguin Clásicos:
Drácula es la primera novela adulta
que leí, a los 11 años. La leí y luego la releí diez u once veces durante los
dos años siguientes. Es verdad que en aquella época leía con obsesión otras
novelas (las de Michael Chrichton, El
Club Dumas de Pérez Reverte), pero el libro que acabó definiendo mi yo
lector, un libro que siempre me ha acompañado, al que he podido volver a las 21 y
a los 31 sin que pierda ni un punto de su fuerza, es Drácula. Un clásico del que sabemos tanto sin leerlo que merece la
pena leerlo si no se ha hecho antes, porque comprenderemos que en el fondo no
sabemos nada. Al final, queda el libro.
Las aventuras del valeroso soldado Schwejk (1923), de Jaroslav
Hasek. Destino: Cuando
me regalaron este libro, por Reyes, hace tiempo, me explicaron que era algo así
como El quijote checo, es decir, el
texto que todos los estudiantes de la República Checa debían leer durante su Bachillerato
o nivel educativo equivalente. Con esa presentación lo dejé en una estantería y
allí se quedó durante años. La primavera pasada, sin nada que echarme a los
ojos en alguna noche, lo cogí y empecé a
leerlo. Y tuve un motivo más para envidiar a los estudiantes checos. Debe ser
fenomenal tener este libro como emblema literario nacional y a Franz Kafka como
autor de referencia. Y encima El golem,
aunque la escribiera un austríaco (pero ya sabemos que en aquellas épocas se trataba de algo
más completo). Nosotros tenemos El
quijote y a Pérez Galdós y Azorín, y que no se enfaden los profesores.
Schwejk es un idiota, esencialmente, y como idiota que es, embarcado en la guerra,
va mostrando las contradicciones de los nacionalismos, belicismos y en general
fanatismos, sacando de quicio a sus superiores y compañeros más convencidos. Se
trata de una novela muy divertida, humanista, que utiliza al idiota como cuña
para levantar la madera de lo correcto y enseñar que muchas veces solo tiene
más idiocia en su interior.
El proceso (1925), de Franz Kafka. DeBolsillo:
Hay novelas que adoro y que he leído 5 – 6 veces, que releo parcialmente
cualquier día, que planeo releer completas el próximo verano, etc. Con El proceso me sucede al revés, la leí a
los 20 años y sigue estando tan presente y con tanta fuerza en mi cabeza que
nunca la he vuelto a abrir. ¿Para qué, si sigo viviendo en su interior? El Proceso es la novela que dibuja el
mundo de Kafka, todos esos tópicos que se asocian al adjetivo kafkiano. Josef
K. es culpable y nunca sabremos por qué. Ni él lo sabrá, con lo que la defensa
es imposible. No importa. Hay que juzgarlo. Hay que condenarlo. Un tono
alegórico implacable que nos dice que en la vida, al final, estaremos solos y
tendremos la culpa. Sin esperanzas.
El gran Gatsby (1925), de Francis Scott Fitzgerald. Alfaguara:
Si hay que elegir entre Hemingway y Fitzgerald, tengo claro que soy de
Fitzgerald. Sobre todo porque no soporto a Hemingway. El gran Gatsby es una novela escrita en estado de gracia. Desde su
primera línea tiene siempre el tono perfecto. Scott Fitzgerald es siempre, en
lo que yo he leído, un escritor garboso y con buen estilo. Tiene intuición para
la estructura y buen ojo para la construcción de personajes veraces, que nos
hacen verlos con ternura. El gran Gatsby
es la gran novela corta americana y Nick Carraway su personaje central. Cuando
pienso en narrativa americana, en cierta ligereza, funcionalidad narrativa, en
la línea de lo que han tratado de hacer Cheever, Salinger, Wolff, Richard Ford,
Lorrie Moore y tantos, pienso en que todos nacen esencialmente de esta novela. Porque
es perfecta como mecanismo narrativo y porque es un perfecto retrato de la
partida sin final entre ganadores y perdedores, ricos y pobres, fascinados y
mentirosos, que parece ser aquella sociedad.
El desierto de los tártaros (1940), de Dino Buzzati. Gadir:
Giovanni Drogo, el oficial recién licenciado al que han destinado a un Palacio
en el Reino del Norte, debe guardar la frontera. Es un buen puesto, tranquilo,
reconocido, que le dará experiencia para volver a pedir otros puestos más
centrales. Alrededor del puesto de vigilancia, el desierto, y al otro lado, los
otros. El enemigo siempre está inicialmente fuera en estas historias. Allí,
medias palabras, medios silencios, la sensación de que quien llega nunca
partirá. Drogo tampoco. Pero al principio no lo sabe. Los enemigos van virando
hacia el interior. Y nunca pasa nada. El tiempo pasa y esencialmente no sucede
nada. ¿Es eso la vida? El desierto de los
tártaros es una novela que bebe de Kafka, claro, y que se emparenta con
Coetzee (En medio de ninguna parte,
Esperando a los bárbaros) y con Beckett (su trilogía novelística), entre los que vinieron después. Una
novela sutil, melancólica, que fascinó a Borges, y poco más hay que decir.
Bajo el volcán (1947), de Malcolm Lowry. Tusquets:
Bajo el volcán es una novela hipnótica
y poderosa. Entrar en sus páginas es bajar con Lowry a sus dos infiernos, al
del destierro mexicano del cónsul y al del alcoholismo, el de ambos, escritor y
personaje. Bajo el volcán es una
novela borracha, un proyecto de vida que mantuvo a salvo a Lowry durante años,
cuyas páginas a su vez emborrachan a quien las lee, y que acaba con una resaca
que solo se quita volviendo a leerla. Es un texto potente, que no he llegado a
entender completamente en ninguna de mis dos lecturas, pero al que se que
volveré, precisamente por ello, a por más.
La piel (1949), de Curzio Malaparte. Galaxia Gutenberg:
Nápoles, como Venecia, es una de las ciudades más propicias para desarrollar
tramas. Son ciudades que son mundos. Pequeños mundos cerrados, con sus propias
reglas. Aparte de por el talento de Elena Ferrante (sea quien sea, que poco nos
importa), sus novelas, como las de Erri de Luca, han triunfado en los últimos
años apoyándose en gran medida en Nápoles como personaje. Pero, para mí, la
gran novela de Nápoles es esta, La piel,
de Curzio Malaparte. Malaparte ya es en sí mismo un personaje de novela, y La piel es su obra maestra. Es una
novela de después de la guerra. De la Segunda Guerra Mundial pero sobre la
guerra, en general. Los americanos han ganado y han pacificado (dentro de lo
posible) Nápoles, que ahora, como durante el conflicto, es un nido de rateros y
supervivientes. Pero rateros y supervivientes humillados por el ejército
extranjero. Todos, desde los más altos cargos al último limpiabotas, se sienten
perdedores, derrotados, y con un cierto derecho otorgado por la historia a trampear y
buscarse la justicia por su mano. Con un estilo poderoso, muy marcado, crudo,
Malaparte, un hombre de una vasta cultura que va introduciendo sabiamente en la
narración, les pone voz a los que perdieron, a los que pierden, a los que
perderán, y también a los que cambiaron de chaqueta en el momento adecuado, así
como a los que no supieron elegir el momento de cambiarla. Algo de lo que él
sabía mucho.
Sobre héroes y tumbas (1961), de Ernesto Sabato. Austral:
Sobre héroes y tumbas, de Ernesto Sabato, es una novela desmedida,
rayana con la locura, oscura, y que si se lee en un momento inadecuado, puede
conducir al propio lector a la obsesión. Creo que especialmente su tercera
parte, Informe sobre ciegos, que
parece una historia independiente y que creo recordar que alguna vez se ha
editado aparte. Recuerdo el grado de profundidad con el que me afectó este
libro, en torno a mis 25 años, y como me pasa con El proceso, de Kafka, creo que es una de las novelas que más me ha
marcado, y por las que sigo paseando, aunque no haya vuelto a leerla, ni creo
que vaya a volver a hacerlo.
El mago (1965), de John Fowles. Anagrama:
Las grandes novelas, las que beben de la tradición de la novela total que ponen
en marcha los maestros del XIX, aspiran a hablar de absolutamente todo en sus
500 – 600 o 700 páginas. Para ello, sus personajes hablaban de ideas
filosóficas, del gran Arte, de dioses y mitologías, de las novedades de su
época. El mago, de John Fowles plantea
algo así. Es a la vez un retablo de filosofía y mitología y una novela de
suspense que nos pide saber más y más. Un protagonista involuntario, un
antihéroe más, va a parar a una isla del Mediterráneo en la que un excéntrico
millonario vive como un viejo rey, haciendo teatros con actores que no saben
que lo son, jugando a lo que los viejos dioses griegos jugaban, a divertirse
con sus criaturas. La novela se compone como un juego de cajas en el interior
de cajas, un experimento metanarrativo en el fondo, en el que el mito clásico y
la narración moderna se van cruzando y confundiéndonos para producir una
lectura inolvidable.
Matadero cinco, o La cruzada de los niños (1969), de Kurt
Vonnegut. Anagrama: No sé por qué, a Kurt Vonnegut lo
clasificaban (y quizá quienes no lo han leído siguen considerándolo así) como
un autor de ciencia – ficción. Supongo que es porque sus primeros libros sí
eran de género y una vez que te cae una etiqueta es difícil quitártela.
Vonnegut es, esencialmente, un escritor satírico, como pueden serlo Jonathan
Swift con Los viajes de Gulliver o
Laurence Sterne en Vida y opiniones del
caballero Tristam Shandy. Matadero
cinco es una novela muy dura que intenta reírse de la desgracia y de los
agujeros más oscuros de la humanidad. Vonnegut era un pacifista y era también
un humanista ateo. Matadero cinco (o La cruzada de los niños) nace de una
traumática experiencia personal, el bombardeo de Dresde, una de las matanzas
más crueles contra civiles de la Segunda Guerra Mundial, algo orillada en la
historia por haber sido perpetrada por el bando aliado, el de los buenos. Es
verdad que la novela se arma sobre algunos recursos propios de la ciencia –
ficción (la visita de un extraterrestre, el iluminado al que consideran loco),
pero son casi clichés sobre los que armar la verdadera historia, la de aquel
exterminio. Un libro duro y terrible pero a la vez esperanzador, fruto de haber
encontrado el único tono posible para contar algo así.
La trilogía de Deptford (1970 – 1975), de
Robertson Davies. Libros del Asteroide:
Decía alguien, probablemente Rodrigo Fresán, que Robertson Davies, este barbudo
autor canadiense al que solo razones misteriosas le quitaron el Premio Nobel
que parecía destinado a ganar en 1993, era el escalón evolutivo entre Charles
Dickens y John Irving. John Irving contaba que fue a conocerlo a Toronto con su
familia y que su hijo le preguntó si ese señor de larga barba blanca y voz
profunda era Dios. Davies bebe sin duda de la gran novela del siglo XIX, particularmente
de esos mundos de niños que crecen solos y contra el mundo de Dickens. La trilogía de Deptford es una novela
(bueno, tres: El quinto en discordia,
Mantícora, El mundo de los prodigios), de largo aliento. Una historia que
empieza en el génesis y termina en el apocalipsis y recorre el mundo, de la que
el lector deseará siempre la siguiente dosis. Davies era un erudito, y sus
personajes transmiten parte de esa erudición: saberes elevados sobre artes
escénicas, sobre música, sobre teología. Siguió estructurando sus novelas en
trilogías, aunque ninguna de las otras alcanza este nivel de magia narrativa.
Añado personalmente que creo que las dos novelas publicadas de su inacabada Trilogía de Toronto: Asesinato y ánimas en pena y
Un hombre astuto, que ahora mismo estoy releyendo, son también novelas de
primer nivel, y en general ninguna obra del autor decepcionará.
La semana que viene más libros para seguir leyendo.
Felices lecturas
Sr. E
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