El sentido de un
final, de Julian Barnes
Ed. Anagrama (2.012)
Julian
Barnes es uno de los miembros del club de escritores británicos que
empezaron a publicar en los 70 y que llegaron a España sobre todo a
través de la editorial Anagrama (y que por lo general siguen
editando en ese mismo sello). No es al que más he leído, ni creo
que sea el que más me gusta. Situaría a Martin Amis y a Kazuo
Ishiguro, de esos escritores, como los mejores prosistas, los más
finos estilistas. Ian McEwan es quizá el novelista más narrativo de
todos ellos. Salman Rushdie también empezó a la vez, y compartían
amistad, pero le han pasado tantas cosas desde entonces que se ha
olvidado un poco que venía de allí. Graham Swift se ha ido quedando
arrinconado, y parece bastante olvidado. Kureishi y Jonathan Coe son
posteriores, y mientras Coe parece haberse especializado como
escritor de sátira social que está reescribiendo los años de
thatcherismo, Kureishi siempre es un escritor interesante, que indaga
en las fronteras entre comunidades en el Londres contemporáneo.
Julian Barnes quizá es el que más se ha centrado en las ideas en
sus novelas. En los últimos años ha abordado temas graves y
profundos, quizá empujado por sus circunstancias personales. Con la
sensación de que iba a encontrarme con un libro profundo y grave
llegué hasta El sentido de un final.
Me
había gustado mucho Inglaterra, Inglaterra (me
parece que desde la sátira se acerca a una realidad cada vez más
presente en muchas ciudades, convertirlas en grandes parques de
atracciones para turistas, llenas de tópicos y esencias, y me
extraña que nadie se haya lanzado, que yo sepa al menos, a escribir
un España,
España). Me habían
parecido poca cosa, pese a haber leído muy buenas críticas de ellas
en prensa, Arthur & George y La mesa limón. Me
gustaron los relatos de Pulso, pero sin llegar a ningún
éxtasis. De El sentido de un final conocía la polémica por
la concesión del Premio Booker en 2.012, y algunos amigos lectores
de los que me fío me lo habían recomendado. Uno de los grandes
temas de la vida, es, sin duda, la muerte. Al margen de lo que cada
uno crea, y que vea en ella un punto y seguido o el punto y final, a
todos nos preocupa. Y cuando alguien, como Barnes, por distintas
circunstancias, se acerca a ella en propia persona o por alguien muy
cercano, es inevitable mirar hacia atrás y pensar: ¿para qué ha
sido todo esto?
“Tus
ganancias se acumulan. ¿También tus pérdidas? No en el hipódromo;
allí, sólo pierdes tu apuesta original. Pero, ¿en la vida? Aquí
quizá rigen normas distintas …
La
vida no es sólo una suma y una resta. Es también la acumulación,
la multiplicación de pérdidas, de fracasos”.
Porque
ese sigue siendo uno de los males de nuestro pensamiento, el
finalismo heredado de Aristóteles. Centrarnos demasiado en para qué
estamos vivos en vez de avanzar lo mejor posible por el cómo, y
asumir que lo más probable es que nadie tenga un plan específico
para cada uno de nosotros. En El sentido de un final, Tony
Webster, el protagonista y narrador, mira hacia atrás desde la
sesentena y la jubilación, desde el divorcio y un cierto alejamiento
con su hija, desde el acomodamiento de su casa, sus libros, sus
tardes tranquilas, sus salidas poco ambiciosas, sus remordimientos,
en definitiva desde su soledad. La mirada al pasado, desde allí, lo
hace ser más comprensivo, más condescendiente, capaz de ver décadas
después la importancia de algunos detalles que en su momento le
pasaron desapercibidos. También, la deformada lente temporal, hace
que algunos acontecimientos que tampoco le parecen al lector – en
este caso espectador externo – tan determinantes, adquieran en la
narración del que los vivió la categoría de centrales.
“¿Cuántas
veces contamos la historia de nuestra vida? ¿Cuántas veces la
adaptamos, la embellecemos, introducimos astutos cortes? Y cuanto más
se alarga la vida, menos personas nos rodean para rebatir nuestros
relatos, para recordarnos que nuestra vida no es nuestra, sino sólo
la historia que hemos contado de ella. Contado a otros, pero sobre
todo, a nosotros mismos”.
La
primera parte del libro nos lleva a un lejano fin de semana, allá
por los sesenta, en el que Tony Webster (universitario, educado, con
lecturas, un probable trasunto del joven que fue Julian Barnes) va
invitado a la casa de la familia de la que por entonces es su novia.
Me gusta el retrato que hace de lo que suponía ser joven en los años
sesenta, y cómo desmitifica esa imagen colectiva que se ha generado
de esa década como un tiempo de libertad y apertura. El viejo Tony
Webster recuerda que en las ciudades inglesas que no eran Londres, el
sexo para el joven Tony Webster no era algo sustancialmente más
fácil de conseguir con las chicas de su edad de lo que lo había
sido siempre, y nos sitúa al principio del libro en una línea del
tiempo de acercamientos, miradas, tocamientos y caricias que podían
valer para cualquier pareja de la época, y para casi cualquier
pareja de cualquier época previa. Tony Webster se enfrenta aquel
viejo fin de semana, también, al clasismo de la sociedad británica
de ayer, hoy y siempre. Siente que el padre y el hermano de su novia
lo miran y juzgan con condescendencia, porque son de una clase social
superior. El hermano de su novia, precisamente, liga ese romance
entre universitarios (que terminará pronto, como la mayoría de los
de su especie) con otro de los puntos centrales de esta primera
parte, los amigos de Tony, que han sido para él muy importantes, y
que querrá que conozcan a su chica, y que todos se gusten a todos,
aunque quizá no tanto como al final sucede, pues su novia, Veronica,
acabará emparejada con su amigo Adrian, compañero de estudios del hermano de Veronica.
En
el misterioso suicidio de Adrian se centra la reflexión de la
segunda parte del libro. No tanto – y no sólo, sobre todo – en
los motivos que pueden llevar a alguien de veintipocos años, sano,
con una novia, buen estudiante, admirado por sus amigos, a quitarse
de en medio de esa manera, sino al sentido de la muerte y su relación
con la vida. Adrian y Veronica vuelven a su vida pues la madre de
ésta, una señora amable que fue su única aliada durante aquel fin
de semana de cuarenta años atrás, le ha dejado unas libras en su
herencia al morir. Unos cientos de libras y el diario de su antiguo
amigo Adrian. Tony irá durante estas páginas detrás de su antigua
novia, comportándose con torpeza, pidiéndole explicaciones,
comprendiendo poco y tarde, descubriendo al final de libro, como si
se tratara de una novela de misterio (y quizá es una sosegada novela
de misterio metafísico) las razones últimas de Adrian, el sentido
(o sinsentido) de su final, un punto que en cierto modo supuso para
el narrador el fin de su juventud, un oscuro acontecimiento al que no
sabía demasiado bien cómo aproximarse.
A
mi modo de entender el libro abre algunos caminos muy interesantes
pero luego no entra en ellos con el suficiente aplomo. Peca de
superficial, y creo que son temas donde la ligereza no es conveniente. El peso que aquel fin de semana tuvo en la
vida de Tony Webster se antoja excesivo, y aunque sus palabras tratan
de ir en esa línea, tratándolo de acontecimiento lejano, de
juventud, poco trascendente, la realidad de la narración es la
contraria, pues lo vuelve casi un big bang del resto de sus años. Me
parece un buen libro, interesante, que me hizo pensar bastante
mientras avanzaba en su lectura, pero del que pasadas un par de
semanas me queda la sensación de que no me va a marcar para siempre.
No me ha dicho nada que no supiera, y ha profundizado poco en temas
que necesitaban, me parece, una mayor carga. Aún así creo que vale
la pena pasearse por sus doscientas y pocas páginas, llenas de
melancolía, que se leen con facilidad y gusto, que nos dejan algunas
frases en el recuerdo.
“Decid
a la gente que me teníais afecto, que me amabais, que no era un mal
tipo. Aun en el caso, quizá, de que no fuese cierto”.
Más
reseñas el próximo lunes
Sr.
E
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