lunes, 2 de noviembre de 2015

El sentido de un final, de Julian Barnes

El sentido de un final, de Julian Barnes
Ed. Anagrama (2.012)

Julian Barnes es uno de los miembros del club de escritores británicos que empezaron a publicar en los 70 y que llegaron a España sobre todo a través de la editorial Anagrama (y que por lo general siguen editando en ese mismo sello). No es al que más he leído, ni creo que sea el que más me gusta. Situaría a Martin Amis y a Kazuo Ishiguro, de esos escritores, como los mejores prosistas, los más finos estilistas. Ian McEwan es quizá el novelista más narrativo de todos ellos. Salman Rushdie también empezó a la vez, y compartían amistad, pero le han pasado tantas cosas desde entonces que se ha olvidado un poco que venía de allí. Graham Swift se ha ido quedando arrinconado, y parece bastante olvidado. Kureishi y Jonathan Coe son posteriores, y mientras Coe parece haberse especializado como escritor de sátira social que está reescribiendo los años de thatcherismo, Kureishi siempre es un escritor interesante, que indaga en las fronteras entre comunidades en el Londres contemporáneo. Julian Barnes quizá es el que más se ha centrado en las ideas en sus novelas. En los últimos años ha abordado temas graves y profundos, quizá empujado por sus circunstancias personales. Con la sensación de que iba a encontrarme con un libro profundo y grave llegué hasta El sentido de un final.


Me había gustado mucho Inglaterra, Inglaterra (me parece que desde la sátira se acerca a una realidad cada vez más presente en muchas ciudades, convertirlas en grandes parques de atracciones para turistas, llenas de tópicos y esencias, y me extraña que nadie se haya lanzado, que yo sepa al menos, a escribir un España, España). Me habían parecido poca cosa, pese a haber leído muy buenas críticas de ellas en prensa, Arthur & George y La mesa limón. Me gustaron los relatos de Pulso, pero sin llegar a ningún éxtasis. De El sentido de un final conocía la polémica por la concesión del Premio Booker en 2.012, y algunos amigos lectores de los que me fío me lo habían recomendado. Uno de los grandes temas de la vida, es, sin duda, la muerte. Al margen de lo que cada uno crea, y que vea en ella un punto y seguido o el punto y final, a todos nos preocupa. Y cuando alguien, como Barnes, por distintas circunstancias, se acerca a ella en propia persona o por alguien muy cercano, es inevitable mirar hacia atrás y pensar: ¿para qué ha sido todo esto?

Tus ganancias se acumulan. ¿También tus pérdidas? No en el hipódromo; allí, sólo pierdes tu apuesta original. Pero, ¿en la vida? Aquí quizá rigen normas distintas …
La vida no es sólo una suma y una resta. Es también la acumulación, la multiplicación de pérdidas, de fracasos”.

Porque ese sigue siendo uno de los males de nuestro pensamiento, el finalismo heredado de Aristóteles. Centrarnos demasiado en para qué estamos vivos en vez de avanzar lo mejor posible por el cómo, y asumir que lo más probable es que nadie tenga un plan específico para cada uno de nosotros. En El sentido de un final, Tony Webster, el protagonista y narrador, mira hacia atrás desde la sesentena y la jubilación, desde el divorcio y un cierto alejamiento con su hija, desde el acomodamiento de su casa, sus libros, sus tardes tranquilas, sus salidas poco ambiciosas, sus remordimientos, en definitiva desde su soledad. La mirada al pasado, desde allí, lo hace ser más comprensivo, más condescendiente, capaz de ver décadas después la importancia de algunos detalles que en su momento le pasaron desapercibidos. También, la deformada lente temporal, hace que algunos acontecimientos que tampoco le parecen al lector – en este caso espectador externo – tan determinantes, adquieran en la narración del que los vivió la categoría de centrales.

¿Cuántas veces contamos la historia de nuestra vida? ¿Cuántas veces la adaptamos, la embellecemos, introducimos astutos cortes? Y cuanto más se alarga la vida, menos personas nos rodean para rebatir nuestros relatos, para recordarnos que nuestra vida no es nuestra, sino sólo la historia que hemos contado de ella. Contado a otros, pero sobre todo, a nosotros mismos”.

La primera parte del libro nos lleva a un lejano fin de semana, allá por los sesenta, en el que Tony Webster (universitario, educado, con lecturas, un probable trasunto del joven que fue Julian Barnes) va invitado a la casa de la familia de la que por entonces es su novia. Me gusta el retrato que hace de lo que suponía ser joven en los años sesenta, y cómo desmitifica esa imagen colectiva que se ha generado de esa década como un tiempo de libertad y apertura. El viejo Tony Webster recuerda que en las ciudades inglesas que no eran Londres, el sexo para el joven Tony Webster no era algo sustancialmente más fácil de conseguir con las chicas de su edad de lo que lo había sido siempre, y nos sitúa al principio del libro en una línea del tiempo de acercamientos, miradas, tocamientos y caricias que podían valer para cualquier pareja de la época, y para casi cualquier pareja de cualquier época previa. Tony Webster se enfrenta aquel viejo fin de semana, también, al clasismo de la sociedad británica de ayer, hoy y siempre. Siente que el padre y el hermano de su novia lo miran y juzgan con condescendencia, porque son de una clase social superior. El hermano de su novia, precisamente, liga ese romance entre universitarios (que terminará pronto, como la mayoría de los de su especie) con otro de los puntos centrales de esta primera parte, los amigos de Tony, que han sido para él muy importantes, y que querrá que conozcan a su chica, y que todos se gusten a todos, aunque quizá no tanto como al final sucede, pues su novia, Veronica, acabará emparejada con su amigo Adrian, compañero de estudios del  hermano de Veronica.


En el misterioso suicidio de Adrian se centra la reflexión de la segunda parte del libro. No tanto – y no sólo, sobre todo – en los motivos que pueden llevar a alguien de veintipocos años, sano, con una novia, buen estudiante, admirado por sus amigos, a quitarse de en medio de esa manera, sino al sentido de la muerte y su relación con la vida. Adrian y Veronica vuelven a su vida pues la madre de ésta, una señora amable que fue su única aliada durante aquel fin de semana de cuarenta años atrás, le ha dejado unas libras en su herencia al morir. Unos cientos de libras y el diario de su antiguo amigo Adrian. Tony irá durante estas páginas detrás de su antigua novia, comportándose con torpeza, pidiéndole explicaciones, comprendiendo poco y tarde, descubriendo al final de libro, como si se tratara de una novela de misterio (y quizá es una sosegada novela de misterio metafísico) las razones últimas de Adrian, el sentido (o sinsentido) de su final, un punto que en cierto modo supuso para el narrador el fin de su juventud, un oscuro acontecimiento al que no sabía demasiado bien cómo aproximarse.


A mi modo de entender el libro abre algunos caminos muy interesantes pero luego no entra en ellos con el suficiente aplomo. Peca de superficial, y creo que son temas donde la ligereza no es conveniente. El peso que aquel fin de semana tuvo en la vida de Tony Webster se antoja excesivo, y aunque sus palabras tratan de ir en esa línea, tratándolo de acontecimiento lejano, de juventud, poco trascendente, la realidad de la narración es la contraria, pues lo vuelve casi un big bang del resto de sus años. Me parece un buen libro, interesante, que me hizo pensar bastante mientras avanzaba en su lectura, pero del que pasadas un par de semanas me queda la sensación de que no me va a marcar para siempre. No me ha dicho nada que no supiera, y ha profundizado poco en temas que necesitaban, me parece, una mayor carga. Aún así creo que vale la pena pasearse por sus doscientas y pocas páginas, llenas de melancolía, que se leen con facilidad y gusto, que nos dejan algunas frases en el recuerdo.

Decid a la gente que me teníais afecto, que me amabais, que no era un mal tipo. Aun en el caso, quizá, de que no fuese cierto”.

Más reseñas el próximo lunes


Sr. E

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