lunes, 9 de mayo de 2022

El club, de Leonard Michaels

 El club, de Leonard Michaels.

Hablaba de la autoficción no hace mucho. Y hablaba de que la autoficción consistiría, en origen, en ficcionalizar algo que estuviera cerca de la vida del autor.

Creo que por seguir con ese juego El club es una autoficción. Su prólogo (escrito para la reedición) profundiza en esa idea, con un juego muy propio del Philip Roth que escribió Los hechos, con un personaje que pide tener voz para negar lo que sobre él han dicho. Me quedo con serias dudas sobre si el Harold Canterbury que firma el prólogo es realmente una persona airada porque se haya producido una grave confusión entre él y un personaje o es un requiebro posmoderno más. El libro juega a regatear la noción de realidad objetiva y a la confusión. Y en el fondo da lo mismo lo que quiera ser. Todos esos juegos son muy secundarios. Aquí vamos a leer una historia. Una novela.

Y además vamos a tener la suerte de leer una novela de primera. Y de esas que apenas se conocen, de las que te llegan de sorpresa, te golpean y te tumban.

La cogí en la biblioteca porque vi que tenía una introducción de Rodrigo Fresán, que seguía las clásicas normas de la introducción de Rodrigo Fresán. La información nos viene clasificada y en una escaleta numerada. Hay mil referencias externas a la novela. Y exuda entusiasmo. Creo que no hay un lector más entusiasta viviendo en España que Fresán. Y todo lo que le entusiasma lo hace de manera genuina. Aunque es cierto que en los últimos años me la ha colado alguna vez, sigo cayendo en sus recomendaciones. No dejará de ser, para mí, el autor que hizo que leyera Postales de invierno, de Ann Beattie (ahora volveremos sobre ella) y los cuentos de John Cheever (en aquella edición de mediados de los 2000 que se llamó La geometría del amor, con sus quince o veinte cuentos fundamentales).

De este Leonard Michaels creo que hubo hace unos años una edición de sus Cuentos completos (mi memoria me dice que en Lumen) y curioseando después de leer el libro veo que Libros del Asteroide ha editado recientemente otra novela (Sylvia). Después de mi encuentro fortuito (al mismo nivel que cuando chocas con un camión) con El club, buscaré más. Aunque antes releeré El club. Porque escribo estas líneas con la resaca de haberme acostado anoche a las tantas leyéndolo. Lo de leerlo del tirón fue literal. Hacía mucho (muchísimo) que no cogía un libro a las once de la noche y lo dejaba camino de las tres de la madrugada, siendo el día siguiente uno de esos en los que tenemos que madrugar quienes trabajamos para vivir.

¿Qué nos cuentan en El club? No es que la sinopsis que pueda hacer de la trama sea apasionante. Un grupo de hombres, en los últimos años de su treintena o en los primeros de su cuarentena, deciden fundar un club para hombres. En realidad lo decide uno de ellos, y convence a otro, y estos dos invitan a los demás, que van un poco por probar. Cuesta salir de casa después de la cena, dice uno de los nuevos miembros. Pero todos han ido. ¿Por qué un club y por qué para hombres? Porque los tiempos están cambiando y las mujeres tienen sus propios clubs y ellos también quieren sentirse especiales, básicamente.

La novela está escrita en 1975, y se nota que los tiempos habían cambiado, pero tampoco se sabía muy bien por qué ni hacia dónde. La marihuana, el intercambio de parejas, el sexo más o menos libre, las parejas abiertas, todo eso ha sido asimilado y todos ellos se mueven con naturalidad en ese mundo. ¿Y? Y poco más. Son, en esencia, y con todo lo que se supone que han avanzado, seres vacíos, llenos de heridas y resquemores. Todos han perdido más de lo que han ganado. Una de las cosas que tienen en común los miembros del club es que todos se han divorciado.

Todos, cuando se decide que la dinámica de la primera sesión del club (porque asistimos a la sesión inaugural) consista en ir hablando y contando una historia, como en una sesión de terapia (el anfitrión es psicoanalista, los invitados son médicos, abogados, profesores universitarios, hay dinero de sobra y buenas casas), mostrarán heridas. Heridas provocadas por mujeres y pérdidas, esencialmente, aunque no solo. Y no todas iguales.

La noche se irá volviendo rara, se hará demasiado larga, habrá historias patéticas, asaltos al frigorífico, mucha bebida, confesiones, juramentos de camaradería y alguna pelea. Y acabará, al amanecer, cuando la mujer del anfitrión vuelva y les diga que hagan el favor de recoger ese desastre. Suenan los ecos de aquella Lauren Bacall gritándole a Humphrey Bogart y sus amigotes que no eran más que una pandilla de ratas borrachas y a aquellos dándole la vuelta al insulto, luciendo la medalla y empezando a presentarse como el Rat pack.

El libro es crudo y no tiene compasión con lo que muestra. Me ha recordado, por esa mirada vitriólica, a Houellebecq, que ha profundizado aún más en el vacío existencial en el mundo posmoderno y aparentemente más libre que nunca. Por su escritura contenida y siempre bien medida, por la poesía de su vacío, me ha hecho pensar en La edad del desconsuelo, de Jane Smiley. Y porque viene a romper con todas las ilusiones de lo previo, si las hubo, al ya citado (y alabado por Fresán) Postales de invierno. Claro que allí quedaba esperanza. Era un libro melancólico pero lleno de esperanza. Poca hay aquí, en estas menos de doscientas páginas.

¿Es un libro misógino?, se pregunta Fresán, nos podemos preguntar los lectores. Es un libro en el que las mujeres solo aparecen como referencias, nunca como personajes. El único personaje femenino de hecho surge para cerrar el libro acabando con la fiesta. Pero no creo que se pueda leer como un libro que reivindica ninguna superioridad de los hombres. Al revés. La llegada de ella ilumina aún más el patetismo de todos ellos. Niños grandes, bobos, satisfechos de conocerse, necesitados de guía para no descarrilar constantemente.

Se lea como se lea y se interprete como se interprete, es una gran novela. De eso no me cabe ninguna duda. Y es de esas que te piden (a quienes escribimos) escribir. A su sombra o contra su modelo. Pero sentarte y escribir. Como pasa con La edad del desconsuelo y con Postales de invierno. Como pasa con los libros que son realmente grandes. Holden Caulfield decía aquello de que sus libros preferidos eran aquellos en los que sentía que quería ser amigo del autor. Creo que es algo común entre quienes escribimos que los libros que preferimos son aquellos que nos llevan a escribir. No creo que muchos quisiéramos conocer a quien los ha escrito. Este de momento me ha llevado a sentarme aquí, a teclear esto con urgencia, aunque solo sean unas líneas para conocer lo que pensamos, y a desear que llegue el momento de una relectura más pausada.

Seguiremos leyendo

Felices lecturas

Sr. E

 

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