El club, de Leonard Michaels.
Hablaba
de la autoficción no hace mucho. Y hablaba de que la autoficción consistiría,
en origen, en ficcionalizar algo que estuviera cerca de la vida del autor.
Creo
que por seguir con ese juego El club
es una autoficción. Su prólogo (escrito para la reedición) profundiza en esa
idea, con un juego muy propio del Philip Roth que escribió Los hechos, con un personaje que pide tener voz para negar lo que
sobre él han dicho. Me quedo con serias dudas sobre si el Harold Canterbury que
firma el prólogo es realmente una persona airada porque se haya producido una
grave confusión entre él y un personaje o es un requiebro posmoderno más. El
libro juega a regatear la noción de realidad objetiva y a la confusión. Y en el
fondo da lo mismo lo que quiera ser. Todos esos juegos son muy secundarios.
Aquí vamos a leer una historia. Una novela.
Y
además vamos a tener la suerte de leer una novela de primera. Y de esas que
apenas se conocen, de las que te llegan de sorpresa, te golpean y te tumban.
La
cogí en la biblioteca porque vi que tenía una introducción de Rodrigo Fresán,
que seguía las clásicas normas de la introducción de Rodrigo Fresán. La
información nos viene clasificada y en una escaleta numerada. Hay mil
referencias externas a la novela. Y exuda entusiasmo. Creo que no hay un lector
más entusiasta viviendo en España que Fresán. Y todo lo que le entusiasma lo
hace de manera genuina. Aunque es cierto que en los últimos años me la ha
colado alguna vez, sigo cayendo en sus recomendaciones. No dejará de ser, para
mí, el autor que hizo que leyera Postales
de invierno, de Ann Beattie (ahora volveremos sobre ella) y los cuentos de
John Cheever (en aquella edición de mediados de los 2000 que se llamó La geometría del amor, con sus quince o veinte
cuentos fundamentales).
De
este Leonard Michaels creo que hubo hace unos años una edición de sus Cuentos completos (mi memoria me dice
que en Lumen) y curioseando después
de leer el libro veo que Libros del
Asteroide ha editado recientemente otra novela (Sylvia). Después de mi encuentro fortuito (al mismo nivel que
cuando chocas con un camión) con El club,
buscaré más. Aunque antes releeré El club.
Porque escribo estas líneas con la resaca de haberme acostado anoche a las
tantas leyéndolo. Lo de leerlo del tirón fue literal. Hacía mucho (muchísimo)
que no cogía un libro a las once de la noche y lo dejaba camino de las tres de
la madrugada, siendo el día siguiente uno de esos en los que tenemos que
madrugar quienes trabajamos para vivir.
¿Qué
nos cuentan en El club? No es que la
sinopsis que pueda hacer de la trama sea apasionante. Un grupo de hombres, en
los últimos años de su treintena o en los primeros de su cuarentena, deciden
fundar un club para hombres. En realidad lo decide uno de ellos, y convence a
otro, y estos dos invitan a los demás, que van un poco por probar. Cuesta salir
de casa después de la cena, dice uno de los nuevos miembros. Pero todos han
ido. ¿Por qué un club y por qué para hombres? Porque los tiempos están
cambiando y las mujeres tienen sus propios clubs y ellos también quieren
sentirse especiales, básicamente.
La
novela está escrita en 1975, y se nota que los tiempos habían cambiado, pero
tampoco se sabía muy bien por qué ni hacia dónde. La marihuana, el intercambio
de parejas, el sexo más o menos libre, las parejas abiertas, todo eso ha sido
asimilado y todos ellos se mueven con naturalidad en ese mundo. ¿Y? Y poco más.
Son, en esencia, y con todo lo que se supone que han avanzado, seres vacíos,
llenos de heridas y resquemores. Todos han perdido más de lo que han ganado. Una
de las cosas que tienen en común los miembros del club es que todos se han
divorciado.
Todos,
cuando se decide que la dinámica de la primera sesión del club (porque
asistimos a la sesión inaugural) consista en ir hablando y contando una
historia, como en una sesión de terapia (el anfitrión es psicoanalista, los
invitados son médicos, abogados, profesores universitarios, hay dinero de sobra
y buenas casas), mostrarán heridas. Heridas provocadas por mujeres y pérdidas,
esencialmente, aunque no solo. Y no todas iguales.
La
noche se irá volviendo rara, se hará demasiado larga, habrá historias
patéticas, asaltos al frigorífico, mucha bebida, confesiones, juramentos de
camaradería y alguna pelea. Y acabará, al amanecer, cuando la mujer del
anfitrión vuelva y les diga que hagan el favor de recoger ese desastre. Suenan
los ecos de aquella Lauren Bacall gritándole a Humphrey Bogart y sus amigotes
que no eran más que una pandilla de ratas borrachas y a aquellos dándole la
vuelta al insulto, luciendo la medalla y empezando a presentarse como el Rat
pack.
El
libro es crudo y no tiene compasión con lo que muestra. Me ha recordado, por
esa mirada vitriólica, a Houellebecq, que ha profundizado aún más en el vacío
existencial en el mundo posmoderno y aparentemente más libre que nunca. Por su
escritura contenida y siempre bien medida, por la poesía de su vacío, me ha
hecho pensar en La edad del desconsuelo,
de Jane Smiley. Y porque viene a romper con todas las ilusiones de lo previo,
si las hubo, al ya citado (y alabado por Fresán) Postales de invierno. Claro que allí quedaba esperanza. Era un
libro melancólico pero lleno de esperanza. Poca hay aquí, en estas menos de
doscientas páginas.
¿Es
un libro misógino?, se pregunta Fresán, nos podemos preguntar los lectores. Es
un libro en el que las mujeres solo aparecen como referencias, nunca como
personajes. El único personaje femenino de hecho surge para cerrar el libro
acabando con la fiesta. Pero no creo que se pueda leer como un libro que
reivindica ninguna superioridad de los hombres. Al revés. La llegada de ella
ilumina aún más el patetismo de todos ellos. Niños grandes, bobos, satisfechos
de conocerse, necesitados de guía para no descarrilar constantemente.
Se
lea como se lea y se interprete como se interprete, es una gran novela. De eso
no me cabe ninguna duda. Y es de esas que te piden (a quienes escribimos)
escribir. A su sombra o contra su modelo. Pero sentarte y escribir. Como pasa
con La edad del desconsuelo y con Postales de invierno. Como pasa con los
libros que son realmente grandes. Holden Caulfield decía aquello de que sus
libros preferidos eran aquellos en los que sentía que quería ser amigo del
autor. Creo que es algo común entre quienes escribimos que los libros que
preferimos son aquellos que nos llevan a escribir. No creo que muchos
quisiéramos conocer a quien los ha escrito. Este de momento me ha llevado a
sentarme aquí, a teclear esto con urgencia, aunque solo sean unas líneas para
conocer lo que pensamos, y a desear que llegue el momento de una relectura más
pausada.
Seguiremos
leyendo
Felices
lecturas
Sr.
E
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