Los hermosos
años del castigo, de Fleur Jaeggy (Tusquets)
Calculé
mal mis lecturas para las vacaciones de Semana Santa (siempre pienso
que con viaje en tren de por medio y más horas al aire libre me va a
apetecer novela negra y quizá algo de terror y no siempre es así, y
cuando la narrativa de género falla, falla de verdad) y acabé en
una librería de El Corte Inglés, la tarde de jueves santo, buscando
poner remedio a ese problema. Acabé con un libro de Murakami (El
elefante desaparece, del que ya hablaremos) y dos ediciones de
bolsillo de Fleur Jaeggy: Los hermosos años del castigo y El último
de la estirpe.
No
había leído nunca a Fleur Jaeggy pero en mi memoria estaba
almacenado el nombre, citado hace muchos años en algún artículo
(puede que más de uno) de Enrique Vila – Matas. De Vila – Matas
se pueden criticar muchas cosas, pero no se puede dudar de que es un
lector constante, siempre atento a encontrar nuevas voces y ejerce de
tenaz recomendador de libros. Como puede pasar a veces con Rodrigo
Fresán, se diría que todo le gusta, pero creo que es porque sólo
hablan (con entusiasmo) de aquello que realmente les ha gustado. En
ese mismo cajón de mi memoria en el que estaba el nombre de Fleur
Jaeggy, constaba como una autora minimalista.
Me
sorprendió encontrar dos libros de la autora en edición de
bolsillo. Casi no tienen sus libros en las bibliotecas por las que
suelo transitar, y no se puede decir que me tope con multitudes
leyendo sus obras en el metro o el autobús (un tema a tratar es el
de cómo se ha reducido, a simple ojo, el número de personas que
leen en el transporte público desde hace diez años a hoy; los
móviles inteligentes han vaciado de lectores los vagones). Me
alegro, no obstante, de que autoras de decidida apuesta literaria
acaben circulando en bolsillo. El caso es que cogí los dos libros de
la autora que había, creo que pensando en que quizá no volviera a
verlos y mejor aprovechar y estrenarme con ella.
Antes
de apagar la luz por la noche ese mismo día ya había dado cuenta de
Los hermosos años del castigo, que es el libro en el que me centraré
hoy. Esa contradicción en el mismo título entre la hermosura y el
castigo es la definición perfecta de la bella crueldad de la
escritura que encontré en esa breve novela que juega a la memoria y
dibuja un internado de clase alta, con sus normas arbitrarias y sus
pequeñas tiranías, sus jerarquías, los caprichos de las de dentro,
el respeto (y más el temor) debido a quienes ostentan el poder,
sentirse abandonada por la vida y tener sin embargo que cumplir con
sus caprichos (la narradora, el trasunto de la Fleur Jaeggy
adolescente, tiene un padre con quien pasa las vacaciones y para el
que parece no haber salvación, una especie de héroe trágico, un
personaje catatónico que vive en hoteles salidos de una historia
corta de Scott Fitzgerald, y una madre que desde Brasil, desde una
vida nueva sin su hija, decide que su compañera de cuarto tiene que
ser alemana, que le convienen unas actividades y no otras, etc.).
Las
novedades, por escasas, se parecen mucho a la llegada de un
meteorito, y la llegada de Fredérique, una muchacha altiva, bella,
en apariencia frágil pero en realidad mucho más segura que las que
ya estaban allí, aunque como en todo el libro hay muchos peros que
hacer, una montaña de peros tan alta como las montañas heladas por
las que la narradora sale a pasear cada mañana a las cinco, antes de
que toque despertarse para ir a clase, y luego se pasa las mañanas
en el aula adormilada, y no se sabe si disfruta más de la sensación
de aire y libertad y frío en la piel de las cinco de la mañana o de
la somnolencia provocada por sus decisiones a media mañana.
Fredérique se convertirá en su mejor amiga durante un tiempo, para
sorpresa de todas en la institución, incluso de la narradora, que se
mueve entre la sorpresa y la falta de recursos emocionales con los
que gestionar una relación que se mueve entre el amor y la
admiración y nunca llega a verse del todo clara.
Nada
se ve del todo claro. Solo que el futuro de esas alumnas parece estar
predestinado por otros y que algunas niñas se resisten a lo que han
decidido para ellas. Y desde esa resistencia no saben muy bien cómo
manejar la vida. El baile de sensaciones y emociones baila
perfectamente con la prosa, sugerente, que no cuenta todo, que oscila
como en manos de un experimentado pianista que recorre escalas de
jazz. No es casual, en ese sentido, que Fréderique sea la mejor
pianista que nunca han visto entre esas paredes. Y supongo que no es
extraño tampoco el aire de familiaridad con la prosa de Thomas
Bernhard, esa que siempre me ha parecido que transmite mucho y que a
la vez me ha impedido terminar ninguno de sus libros. Algo que no
sucede con Jaeggy, que me encandiló durante todo el libro y me hizo
desear abrir el siguiente (pero esa será otra historia). Las
montañas heladas acrecentan la sensación de irrealidad, y como en
el propio libro se cuenta, cerca de ese internado para señoritas hay
un manicomio en el que estuvo internado Robert Walser.
Cuando
la vida irreal del internado acaba, y la sensación dominante es la
de que les han robado diez años de su vida, un período que nunca
será del todo suyo ni del todo recuperable, la narradora sale a la
vida y sigue caminando y encuentra en las salas oscuras de cine un
refugio contra el exceso de charlatanería y luz de la vida. En una
de sus excursiones al cine es cuando se reencuentra con Fredérique,
y conoce al fin a su madre, porque uno de los grandes pasatiempos de
la vida en el internado es escuchar las historias de familia de las
demás e imaginar cómo son en realidad esas familias, y compararlas,
claro, con la propia. Y la madre de Fredérique le dice que su hija
intentó quemar la casa con ella dentro. Y no lo dice con intención
de escandalizar a nadie, ni de culpar a su hija, sino simplemente
como algo que sucedió. Y se trata de un momento que dibuja la cumbre
de la novela, ese en el que falta el aire del todo.
Cerrada
(a su manera) la historia, con Fredérique interna en un centro que
bien podría ser una continuación del internado suizo, la narradora
vuelve allí, muchos años después, y pregunta por aquel colegio, en
medio de las solitarias y heladas montañas de ese país siempre
neutral, siempre ajeno, y la respuesta que obtiene es que nunca hubo
un colegio, la memoria de lo que ella vivió se ha perdido incluso en
el pueblo, por lo que parece. Manicomios es lo que tienen allí, le
aclaran. Porque la frontera entre lo restrictivo, entre la imposición
de la corrección y la locura es fina, mucho, y ese parece una de las
claves de la novela. La principal, probablemente. La más terrible de
todas.
Seguiremos
leyendo. A otros pero ahora también a Jaeggy.
Felices
lecturas
Sr. E
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