lunes, 27 de marzo de 2017

Vampiros, VV. AA.

Vampiros, Antología, VV.AA. (Editorial Atalanta)

Hay editoriales que se vuelven reconocibles con los títulos que van editando. Por sus temas, por su pequeña familia de autores, por la época en la que se mueven sus novelas, por un diseño propio y una manera de editar reconocible. Anagrama fue un sello muy reconocible en los años 80 y 90, que tal vez se ha desdibujado un poco. Hoy en día creo que Sexto Piso y su apuesta por los autores posmodernos lo es, la pequeña Pálido Fuego también, y también lo son, sin querer dar una lista cerrada, Valdemar y sus cuidadas ediciones de clásicos góticos, la pasión de Acantilado por la narrativa centroeuropea, el buen ojo de Libros del Asteroide para rescatar autores anglosajones, Capitán Swing con sus obras críticas, Malpaso y sus juegos de colores. Atalanta, en muchos aspectos heredera de los libros más personales de su editor (Jacobo Fitz – James Stewart) en Siruela, también lo es.

Los libros de Atalanta son grandes, bonitos (y por lo tanto caros), recogen en su catálogo libros olvidados, autores secundarios, temas que son literarios pero se cruzan en muchas ocasiones con la antropología y la filosofía, no en vano tienen tratados específicos de temas. Van un poco más allá de los libros, en general. Vampiros, actualiza la edición de los años 90 de la antología que apareció en Siruela, y recoge 19 relatos (algunos son prácticamente novelas) de vampiros, todos ellos clásicos en su tratamiento del mito (algo que entre tanto mito descafeinado que se ha ido imponiendo visualmente en los últimos años se agradece), y escritos entre las primeras décadas del siglo XIX y la segunda mitad del XX.

Vampiros es un libro de ficción pero es casi una obra de consulta sobre el mito vampírico. El prólogo del editor es una lectura obligada, y las ilustraciones, recreaciones históricas del mito del no – muerto, muy valiosas. Atalanta tiene en su catálogo una también mítica antología de relato fantástico en general, esta de vampiros, y una dedicada especialmente a las historias de dobles, otro de los temas más recurrentes en la literatura fantástica universal.

Vampiros nos enseña, casi en orden cronológico, la construcción del mundo literario del vampiro. Desde el prólogo, Jacobo Fitz – James ya nos dice que se pueden rastrear las primeras apariciones de los vampiros, no con ese nombre, en la historia del arte y la literatura, pero el libro nace en el mundo romántico, alemán, anglosajón, francés, en el mito gótico. Los primeros relatos, si uno los lee, parecen hoy en día demasiado artificiales, pero no olvidemos que son los autores que están construyendo lo que no existía. Está naciendo una figura central de la literatura y arte popular de los siguientes doscientos años ante nuestros ojos. Con sus tópicos, pero esos tópicos no eran tales cuando los primeros, E.T.A. Hoffman, Polidori, Tieck y Poe. Esos primeros vampiros no son nada glamourosos, son seres malditos, condenados, enfermos y que vagan transmitiendo su maldición.

No soy un experto en literatura fantástica en general ni en la vampírica en particular, y de esos relatos iniciales conocía el de Hoffmann y Berenice, de Poe, que releí el año pasado con muchos de sus relatos. Las primeras historias de vampiros se caracterizan porque no hablan específicamente de vampiros, al revés: son muy sutiles, porque hacen eso que Piglia y Hemingway avisaban que ocurre en los mejores cuentos, que hay una historia que se cuenta de manera explícita, a plena vista, y otra oculta, que se va desarrollando por detrás del telón.

Nos encontramos con un texto de Baudelaire: Las metamorfosis del vampiro, y con uno de los relatos más famosos de Horacio Quiroga: El almohadón de plumas. Y dos novelas cortas fantásticas (en todos los sentidos, que aquí se acaban confundiendo). La primera, muy recomendable, y editada aparte por Alianza (un libro de bolsillo que leí hace años): La familia del vurdalak, de Alexéi Tolstói, primo lejano de León, lo que debió hacerle sombra toda su vida. La otra, Carmilla, de Joseph Sheridan Le Fanu (que también tiene edición de bolsillo en Alianza). Esta novela fue en su momento un libro publicado por entregas en diarios, con gran éxito. Los textos de Le Fanu y el de M. R. James (El conde Magnus) son de los más redondos del libro, lo que los convierte en algunos de los mejores textos de vampiros de la historia. No en vano son dos autores, que pese a tener una obra relativamente breve, están en cualquier relación de autores fundamentales del género fantástico, auténticos maestros del gótico.

Quizá la primera novela adulta que leí y me fascinó fue Drácula, que es el referente principal en la cultura popular de la figura del vampiro (aunque mil veces deformada en el cine y la televisión). La antología incorpora un relato de Bram Stoker, El invitado de Drácula, que es un capítulo inicial de la novela que finalmente Stoker descartó y reescribió. Una delicia.

Los tres últimos relatos nos llevan a la parte más contemporánea de la antología. El de Robert Aickman, Páginas del diario de una joven, que es el que cierra el libro, siendo el más reciente (de mediados de los 70), camina sin embargo hacia atrás y está escrito en un estilo muy clásico, de doncellas vampirizadas que no comprenden qué les está sucediendo exactamente. Aickman es un escritor muy interesante, del que la propia Atalanta tiene colecciones de relatos publicadas, que querría leer detenidamente. Los tratamientos más duros y crudos están quizá en el los relatos de August Derleth y Richard Matheson. Son, respectivamente, La nieve que arrastra el viento, de Derleth, y Bebe mi sangre, un retorcido juego de metanarrativa, infancias perturbadas y vamprios, de Matheson. No he leído aún demasiados relatos de Matheson, pero me parece un buen escritor, cuyos cuentos se caracterizan por no acercarse nunca de frente a los temas, sino siempre desde un lugar tangente.

Un libro para tener en casa y leer a sorbitos, o para estudiar con profundidad en una biblioteca pública. Un mito a revisar, el de los vampiros.

Seguiremos leyendo.

Felices lecturas

Sr. E

martes, 21 de marzo de 2017

Una cuestión personal, de Kenzaburo Oé

Una cuestión personal, de Kenzaburo Oé (Ed. Anagrama)

Los grandes libros sobre la paternidad son libros de miedo. Son novelas llenas de terror a lo que está por venir, a lo que puede venir y cómo puede venir. Miedo a que algo falle, o a que todo vaya bien y la vida cambie demasiado. Los novelistas que se enfrentan por escrito a la paternidad temen también, muchas veces, tener que verse desplazado de su papel de grandes bebés, inútiles para la vida que escriben y lloran y se apoyan en las mujeres para la subsistencia.

Hay grandes novelas que afrontan la figura del padre – habitualmente ausente, distante, autoritario, lejano – desde la perspectiva del hijo. Pensemos en Kafka. Pensemos en Dostoievski. Pensemos en Paul Auster. Hay grandes novelas que hablan de la maternidad. De la maternidad como realidad, antes y durante la misma. Del recuerdo que deja. Hay menos libros que se centren en cómo se prepara el padre para serlo. Hay excelentes novelas sobre la pérdida y el duelo de esos padres que perdieron un hijo: Mortal y rosa, de Francisco Umbral, La hora violeta, de Sergio del Molino. Hay novelas sobre padres sobreprotectores, como El mundo según Garp, de John Irving. Y novelas que toman directamente la forma de historias de terror para hablar, esencialmente, de la paternidad. Pienso en El Resplandor y especialmente en Cementerio de animales, de Stephen King. Personalmente, la paternidad, su preparación, está muy presente en varios de los relatos de mi libro Beber durante el embarazo, y es uno de los temas que lo cruzan en diagonal.

Una cuestión personal es un libro que es una confesión abierta en canal, que es una historia de terror, que es el viaje alucinante al fondo del alma de alguien perdido, que como siempre hacen los que están perdidos en los libros y en la vida, recurre a la bebida, a mucha bebida, y al amor que pueda encontrar en el cuerpo de otra mujer. Me ha recordado a El jugador, de Dostoievski, por su manera de mirar dentro de lo peor del propio personaje y escupirle. A Las noches blancas del mismo Dostoievski, por la estructura. También a Crimen y castigo, y dejemos ya quieto al ruso, por el modo en que la culpa condiciona la vida. Me ha hecho pensar en Bajo el volcán, de Malcolm Lowry, por la pérdida total de conciencia hacia la que el protagonista, Bird, se va viendo abocado. Me ha recordado La metamorfosis de Kafka por el extrañamiento ante los cambios físicos, por la sensación de repugnancia, por el vacío al que nos enfrenta la vida.

Si hablo de Dostoievski, de Lowry y de Kafka, creo que estoy dando a entender que Una cuestión personal, de Kenzaburo Oé, puede jugar en la gran liga de las mejores novelas. Sin duda juega en ella. Es un libro de los que abren una puerta que luego no se puede cerrar durante toda la lectura, ni durante los días siguientes a terminarlo. Es un libro que leí hipnotizado y releí a la semana siguiente, para seguir en la borrachera intelectual que logra. Una sensación muy parecida a sumergirse con Lowry en la locura alcohólica de México en Bajo el volcán.

Bird, el protagonista, es un hombre desorientado, aún joven, metido en un matrimonio demasiado convencional, un tanto forzado, fruto del cual su mujer está embarazada. Fruto de ese matrimonio, Bird también tiene su trabajo, conseguido por su suegro. Es profesor en una academia preuniversitaria. Parecía que apuntaba más alto. Todos lo pensaban; él también. Pero se ha conformado. Bird tiene además una mancha en su pasado. Según vamos descubriendo son muchas manchas, pero desde el principio está marcado por la mancha con la que dio inicio a su matrimonio, varias semanas de borrachera continua que dejaron asombrados a su nueva esposa y a sus suegros. Una mancha que hace que ya siempre sea sospechoso para ellos. Y también para él, que no se fía de sí mismo. Sabe que es débil y no tiene voluntad. Sabe que le gusta dejarse caer.

La novela comienza con Bird caminando entre bares y borrachos pensando en que va a ser padre. Espera la llamada del hospital y la espera bebiendo y recordando aquella borrachera continua, de la que él mismo reconoce que pretendía salir con un trago más. Mientras la llamada no llega, unos jóvenes pandilleros le dan una paliza y lo dejan tirado. Magullado y con mal aspecto, asiste resacoso a clase al día siguiente. Uno de los alumnos lo denunciará y él reconocerá que sí, que acudió a clase aún casi borracho, más que resacoso, y renunciará a su trabajo.

La llamada del hospital llega. Todo es tétrico al llegar. Su suegra, los médicos, unas noticias difíciles sobre el bebé. Ha pasado algo. Ha nacido con una hernia cerebral, le anuncian. Morirá en los próximos días o tendrá una existencia casi vegetal. Bird apoya la decisión de los médicos de llevarlo al hospital universitario, donde al menos su caso servirá para que la ciencia siga aprendiendo. Esperan que muera en los próximos días. A Bird le repugna la presencia de ese niño. Quiere, por duro que suene, que muera pronto. Quiere evadir el problema.

Bird sueña con ir a África. Colecciona mapas y libros sobre África. Desde que se casó y desde que supo que iban a tener un hijo, ha renunciado prácticamente a aspirar a una vida aventurera. Se ha resignado a eso también. Si ese hijo que se le antoja monstruoso sale adelante, tendrán que cuidarlo. Invertirán toda su existencia en él. El compromiso no podrá romperse jamás. Cuando los médicos le preguntan, Bird contesta que cree que es mejor que lo dejen morir. Pero el niño se va fortaleciendo y parece que será posible operarlo. Una operación muy complicada, muy arriesgada, pero posible.

Bird bebe. Bebe y deambula hasta llegar a casa de una vieja amiga de la universidad, Himiko. Una chica a la que prácticamente violó, según nos enteramos, una lejana noche de estudiantes borrachos, sobre un abrigo, en un lugar húmedo y mojado. Él prácticamente lo había olvidado. Ella no. Himiko bebe y conduce su llamativo coche deportivo por las noches. Desde que eran amigos ha ido coleccionando hombres. Cualquier clase de hombre. Pasado un cierto límite, le dice, dejas de tener ningún miramiento. Su marido, bajo el peso de la vergüenza, se suicidó. Hay otras vidas en este mundo, defiende ella, y Bird la escucha. Será prácticamente su única compañía en los próximos días. Beberán, se acostarán, conducirán, reirán, mirarán mapas de África, llorarán. Excavarán muy adentro del otro y de ellos mismos.

El niño se va poniendo fuerte y los médicos acometen la operación. Bird reconoce que no quiere que vaya bien. No quiere que ese niño monstruoso venga con su existencia vegetal a condicionar el resto de su vida. La hernia cerebral no era tal finalmente, sino un par de tumores benignos que abultaban en su frente de bebé. El niño vivirá. Probablemente, dicen los padres, tendrá un coeficiente intelectual muy bajo, pero podrá llevar una vida normal. Bird llega al final de esta odisea transformado, convertido prácticamente en otra persona. Himiko se lo dice. Su suegro también. Parece que por fin dejará de ser Bird. Ha dejado la docencia. Ya que nunca podrá ir a África, ha decidido ser guía en Tokio para extranjeros. De alguna manera, con eso, completa el giro total que su vida ha dado.

Tienes razón. Es una cuestión personal. Cuando estás solo dentro de una cueva privada, al final llegas a una salida lateral que conduce a una verdad que te concierne a ti y a todo el mundo. Eso recompensa los sufrimientos padecidos. ¿No le ocurrió así a Tom Sawyer? Tuvo que sufrir en una cueva oscura, pero al mismo tiempo encontró el camino hacia la luz y un saco de oro. Sin embargo, lo que experimento ahora es como cavar en solitario el pozo vertical de una mina, recta hacia abajo, hacia una profundidad sin esperanzas y que nunca se abrirá al mundo de nadie más. pg. 144

He dejado para el final comentar algunos aspectos del autor. Porque creo que en este libro en particular puede distraer un poco. Kenzaburo Oé, que ganó el Premio Nobel en 1994, escribió Una cuestión personal en 1964, a los 29 años, un año después de que naciera su hijo Hikari, con una problemática y unas perspectivas de supervivencia muy parecidas a las descritas en la novela. Una cuestión personal es probablemente, junto a Arrancad las semillas, fusilad a los niños (de 1958) su novela más conocida. Y es, desde luego, una gran novela, cruda, terrorífica, para nada reconfortante, puntiaguda, que recomiendo leer sin tener en cuenta los paralelismos entre el autor y su personaje, entre su vida y su obra.

Un libro de los que dejan cicatriz.

Seguiremos leyendo y dejándonos marcar.


Sr. E

domingo, 12 de marzo de 2017

Cómo leer literatura, de Terry Eagleton

Cómo leer literatura, de Terry Eagleton (Península)

A veces creo que es necesario que los que leemos por instinto y escribimos por otro instinto igualmente primario, a veces complementario al de la lectura, a veces devorador del anterior, a veces, decía, está bien que esos escritores imprudentes, que hemos aprendido a leer y a escribir únicamente por el método de ensayo y error, veamos cómo leen los que antes de hacerlo, o en paralelo, han recibido una sólida formación humanística para hacerlo.

En este breve libro, Terry Eagleton nos orienta en 5 capítulos, por algunas claves de la lectura reposada y reflexiva, primer paso para poder valorar realmente el libro que tenemos entre las manos. Esos capítulos son: Comienzos, El personaje, Narrativa, Interpretación, Valor.

Disfrutar es más subjetivo que valorar. El hecho de que alguien prefiera los melocotones a las peras es una cuestión de gusto, pero no puede decirse lo mismo de una consideración como que Dostoievski fue mejor novelista que John Grisham. Dostoievski es mejor que Grisham del mismo modo que Tiger Woods es mejor golfista que Lady Gaga. Cualquiera que sepa algo sobre ficción o sobre golf suscribirá estas valoraciones.

Eagleton es un profesor británico que empieza transmitiéndonos una falta de esperanza en la lectura. Una lectura llamemos en una redundancia horrible, literaria. No perdamos de vista que las propias editoriales llevan años hablando de literatura literaria y literatura no – literaria, diferenciando entre la que cuesta esfuerzo y la que se vende bien, esencialmente.

Eagleton parte de una base que comparto, que podríamos decir que es que Moby Dick cuesta un esfuerzo de lectura, pero que da satisfacciones muy superiories al esfuerzo invertido. No solo a nivel intelectual, sino a un nivel de mero entretenimiento. Solo que no se trata de un entretenimiento masticado. ¿Estamos ante la época del entretenimiento masticado? Conozco a 2, 4, 10 personas que han abandonado Cien años de soledad porque se liaban con los nombres, que se van repitiendo de una generación a otra. Los que hemos leído el libro (y personalmente a mí no me entusiasma ese libro) creo que hemos visto que es, dejando al margen su valía e importancia literaria y cultural, un folletín que engancha al lector. No es para nada una novela difícil de leer para quien se concentra un poco en hacerlo.

La idea de la literatura como forma de expresión propia es errónea en varios sentidos bastante obvios, más aún si nos la tomamos demasiado literalmente. Por lo que sabemos, a Shakespeare nunca lo abandonaron en una isla mágica, por mucho que la lectura de La tempestad pueda dar esa impresión. Incluso si hubiera pasado una temporada comiendo cocos y fabricándose una balsa, eso no habría mejorado necesariamente su última obra. El novelista Lawrence Durrell pasó un tiempo en Alejandría, pero algunos lectores de El cuarteto de Alejandría tal vez habrían preferido que no.

Enlazo la lectura de este libro con el prólogo de Los reconocimientos, de William Gaddis, novela con la que aún no me he puesto pero cuyo magnífico prólogo ya he leído varias veces. En él se nos dice a los futuros lectores, dispuestos a cruzar el pórtico, que la novela, ambiciosa, larga, quizá difícil, no necesita ser comprendida en cada uno de sus mínimos detalles para ser disfrutada. Eagleton reivindica esa clase de lectura compleja. Y su libro sirve como ayuda para que esas lecturas complejas sean más accesibles.

Cómo leer literatura empieza con un imaginario diálogo entre estudiantes universitarios sobre Cumbres borrascosas, de Emily Brönte. Para Eagleton, esos estudiantes, que probablemente tiene en sus clases, no han entendido nada. Al menos su lectura no añade valor a la obra. Ninguna clase de valor crítico. Eagleton se lanza a desmontar ese modelo y a ofrecer el suyo, el de una lectura con contexto, con experiencia acumulada, que se fija y valora la forma, el lenguaje, la construcción y las ideas que subyacen al libro.

Las historias intentan imponer algo algún tipo de diseño a este mundo tan enredado, pero en el intento sólo consiguen simplificarlo y empobrecerlo. Narrar es falsificar. De hecho, incluso podría afirmarse que escribir es falsificar. Escribir, al fin y al cabo, es un proceso que se va desarrollando con el tiempo y, en ese sentido, se asemeja a la narrativa. La única obra literaria auténtica, pues, sería la que fuera consciente de esa falsificación e intentara contarnos su relato teniéndola en cuenta.

Qué es leer, cómo se lee la literatura, esa es la idea clave de esta obra. Se analizan el estilo, la forma, se aprende a valorar el estilo y la forma, entender el contexto, valorarlo, sacar ideas implícitas en el texto pero sin propasarse con las ideas implícitas, porque a veces los estudiosos y los teóricos creen que lo que ellos creen haber visto es más importante que lo que el autor realmente estaba diciendo. No todo lo que podría ser es, quizá el propio autor no sabe qué quería decir y transmitir en todo momento, y no pasa nada. Eagleton acompaña sus ideas con ejemplos muy fáciles de seguir por el lector atento, enseña a dudar de lo que el canon dice y a ir formando un criterio propio. El libro tiene humor, desconfía de todo, valora la creación de la prosa por encima de lo que esta cuenta, porque la literatura es un trabajo de forma.

Los tres primeros capítulos (Comienzos, El personaje, Narrativa) dan claves de la construcción básica de una obra de ficción, y desveladas esas claves ayuda a que el lector sepa valorar con criterios técnicos cuándo un personaje es sólido, desde qué perspectiva está construido, qué busca el autor al colocarlo, etc. Los dos últimos (Interpretación, Valor) hablan de qué se puede entender en una obra de ficción, desde lo más disparatado y tendencioso a las lecturas habitualmente aceptadas y que a veces habría que cuestionar un poco. Eagleton aquí es muy pesismista con los críticos y estudiosos, que cree que aportan cada vez menos a la lectura razonable de una obra. Y nos muestra cuáles son los mecanismos que muchas veces ayudan a que una obra quede ubicada en las estanterías de la posteridad, una posteridad que en general está bien merecida, pero que no se debe perder de vista que tiene una parte de azar.

Todas y cada una de las armas letales que se han inventado fueron en su momento el resultado de un acto imaginativo. La imaginación se considera una de las facultades humanas más nobles, pero también resulta inquietante lo cerca que se encuentra de la fantasía, que en general se ubica en el otro extremo, en el fondo del pozo. En cualquier caso, intentar sentir lo que siente otra persona no mejora necesariamente mi naturaleza moral. A un sádico le gusta saber lo que siente su víctima.

Un libro muy recomendable para leer un poco mejor.

Felices lecturas


Sr. E

martes, 7 de marzo de 2017

Piscinas vacías, de Laura Ferrero

Piscinas vacías, de Laura Ferrero (Ed. Alfaguara)

Piscinas vacías es el primer libro publicado de Laura Ferrero. Es, concretamente, el primer libro de Laura Ferrero, que se ha publicado por segunda vez. Algo así. Yo he llegado a la edición de Alfaguara por recomendaciones personales y tras ver algunas buenas opiniones en periódicos y blogs, pero parece ser que hubo una primera edición del libro, que no sé si es exactamente la misma, que la autora autopublicó y que se vendió bastante bien en amazon (reconozco mi total desconocimiento sobre qué volumen de descargas tiene un libro que se ha vendido bien en amazon). Entiendo, por lo que cuenta la solapa, que alguien en Alfaguara debió fijarse en el libro por ese éxito, lo leyó y decidió contratarlo. Hay un debate por hacer sobre la autoedición, me figuro. Y varios sobre la labor de las editoriales tradicionales, pero este blog no va de eso.

Piscinas vacías es una colección de 26 relatos. 26 relatos en unas 190 páginas dan una longitud media de unas 7 páginas y poco. Ese es un dato absolutamente inútil, lo sé. Me gusta el título. Me decidí a leerlo porque el título me gusta. Me hizo pensar en aquella frase de Raymond Chandler, esa de que: “No hay nada más vacío que una piscina vacía”. Como un macguffin de los de Hitchcock, he ido leyendo el libro esperando encontrar la referencia a Chandler en algún momento (principalmente en el relato que da título a la colección), y no he dado con ella. Pero ese no es un problema del libro, sino mío como lector.

Los relatos de Piscinas vacías nos suenan un poco a música jazz y whisky en un sillón de escay. Son narrativa breve influida de manera muy directa por la narrativa americana breve de las últimas décadas. Richard Ford, Raymond Carver, Richard Yates, John Cheever. Algunas novelas de Paul Auster. Los relatos buscan situarse en esa línea, y en ella se sitúan. Familias que se comunican poco o mal. Parejas que han acabado aunque parece que no se han dado cuenta. Jóvenes enamoradas de chicos a los que no se atreven a decírselo. Matrimonios separados con hijos, sin ellos, complicadas relaciones entre padres e hijos, madres e hijas, viejas fotos, recuerdos.

Si hay una palabra que define estos relatos es fluidez. Los relatos van variando de primera a segunda y a tercera persona y los protagonistas y los narradores son a veces más internos y a veces más externos a la historia. A veces son mujeres y a veces hombres. Todo es un poco desesperanzado, pero es esa desesperanza que se detecta después de la primera copa en el jardín en los relatos de Cheever. Una especie de incomodidad anestesiada. “Si me disculpan, me serviré otro whisky”, dice un personaje de Cheever. Hay poca esperanza pero parece que hay resignación, nadie protesta ni lucha demasiado. Mirando un poco en la web se habla de retrato generacional, pero creo que esa es la etiqueta que le va a caer encima a cualquier libro de una autora de treinta y pocos años que hable de gente de treinta y pocos años. A mí no me lo parece. Ni me hace falta como lector de esa generación. Ni creo que sea la intención de la autora. ¿Es la nueva novela de Luis Landero un retrato de su generación? Nadie se lo plantea. Pues en este caso creo que es una pregunta igual de estúpida.

La prosa es correcta, pero quizá se echa en falta algo más de riesgo en el estilo. Todos los relatos están bien escritos, están equilibrados estructuralmente, quizá demasiado armados siguiendo los modelos, pero apetece un poco más de invención formal. La ambientación de los relatos es más o menos parecida en todos ellos, familias de clase media y media – alta, con casas de veraneo en la Costa Brava, con viajes a países exóticos, seguidores de tendencias. Podríamos decir que el tono medio es el de estudiantes de humanidades con Erasmus hecho y algún máster en los Estados Unidos. Uno de los cuentos que más me han gustado en su construcción y sutileza, Prostitución, me distancia un poco por su ambientación en una casa con jardinero, hijos que van al tenis y dejan a su madre sola en casa, sin mucho que hacer, con un marido que imaginamos muy ocupado, un triunfador distante. Quizá demasiado cercano a Cheever. 26 relatos tal vez son demasiados para un libro y algunas historias acaban pareciéndose a otras.

La narración nace del conflicto y creo que los mejores relatos son aquellos en los que los conflictos son más serios, más profundos, algunos terriblemente serios y profundos. La tostadora nos lleva a las parejas quemadas de los cuentos de Carver (y no sé si la relación entre el electrodoméstico elegido y las relaciones quemadas solo se me ocurre a mí o es la que encendió el relato para la autora). Un conflicto muy bien dibujado y resuelto que prende en una cocina. Polen nos habla de manera acertada de quienes no se resignan a hacerse viejos, apagarse, morir.

Laura Ferrero tiene buena pluma para recordar infancias y desde ahí traernos la historia que va a contarnos. Lo hace en El rastro de los caracoles y lo hace en Piscinas vacías. Piscinas vacías es un relato desolado, como una piscina vacía. Es un relato terrorífico en el que pronto se adivina que ha pasado algo muy malo, como es la muerte de un hijo ahogado. Pero el relato redobla la apuesta y demuestra que hay algo peor que una piscina vacía, y son las vidas vacías que quedan después de algo así. Vidas vacías que se complementan con una piscina vacía en la que todos van dejando sus trastos, mientras la tristeza los sigue consumiendo. Es probablemente el relato más redondo y el adecuado para dar título al conjunto. Quizá, con lo terrible que es, no es el más terrible, pues Sofía también resulta ser, en su formato de carta a la hija que nunca llegó a tener la narradora, sobrecogedor. Ausencias, vacíos, silencios.

Actualmente, Laura Ferrero trabaja en su primera novela, que aparecerá en Alfaguara, dice la solapa del libro.

Seguiremos leyendo.

Felices lecturas


Sr. E

miércoles, 1 de marzo de 2017

Las sillitas rojas, de Edna O´Brien

Las sillitas rojas, de Edna O´Brien (Errata naturae)

¿Hay lugar para las obras maestras en el siglo XXI? ¿Tienen derecho los escritores a intentar escribirlas o están condenados a hacer el ridículo? ¿Y los lectores a esperarlas? ¿O debemos dar el panteón de las obras maestras por cerrado? ¿Qué es exactamente una obra maestra? ¿Se reconocen al instante? La historia parece sugerir que no, que los lectores y los entendidos no caen de rodillas de inmediato ante los libros que generaciones después se presentarán como obras maestras.

¿A qué vienen todas estas preguntas sobre obras maestras? ¿Quiero decir que Las sillitas rojas es una? No me atrevería a decir tanto. Empezando porque necesitan el poso del tiempo para acabar siéndolo. Me atrevo a decir que es un libro que no te suelta una semana después de terminarlo y que te perturba y golpea. Philip Roth, en la portada de la edición de Errata Naturae, afirma que: “La gran Edna O´Brien ha escrito su obra maestra”. ¿Ha escrito Philip Rorth alguna obra maestra, así sin más? Probablemente no si con ese nombre apuntamos a las verdaderas cumbres de la creación literaria. Roth sí ha escrito una obra importante, que define su tiempo, y que se leerá dentro de décadas. Este libro de Edna O´Brien apunta a esa categoría.

No he leído otras novelas de la autora, aunque parece que es bastante conocida su trilogía de Las chicas del campo, que en España ha publicado con cierto éxito la misma editorial. Y que añado que apunto en mis próximas lecturas. Por la sinopsis que encuentro me hace pensar en la tetralogía de Elena Ferrante, aunque esa relación puede no existir fuera de mi cabeza.

Al libro: Edna O´Brien ha escrito un libro de una ambición admirable. El libro llegará o no a la categoría de obra maestra, probablemente no. No obstante, es un libro escrito con la ambición con la que me imagino que se escriben esas obras maestras. Edna O´Brien parece haberse lanzado a su aventura literaria magna con más de ochenta años, una lucidez implacable y una prosa magistral. ¿De qué tratan las obras maestras? Independientemente de que la trama se sitúe aparentemente en un ballenero, en el dormitorio de un agente de seguros o en los círculos socialistas de San Petersburgo, las obras maestras hablan de los grandes temas universales: el amor, la muerte, el miedo, las traiciones, el horror. Las obras maestras, además, se escriben con la forma.

Las sillitas rojas es una novela que habla de todo eso. Es una historia de amor entre una mujer y un hombre. Es la historia de la traición de esa mujer a su marido. Es la historia de repudio de su comunidad hacia esa mujer. Es la historia de una mujer embarazada que no quiere ese ser que crece en su interior. Es una historia de violencia. Contra las mujeres. Contra todos los perseguidos y refugiados. Es una historia de horror y nacionalismo, que parte de la Guerra de los Balcanes. Alguien que allí ha encendido la mecha del horror a base de discursos poéticos y compromiso con la tierra en la que uno nace, a la que amará por encima de todo, se esconde de quienes lo persiguen. Acaba llegando a una pequeña localidad de Irlanda, donde monta un pequeño consultorio que está entre la medicina y la curandería. Ese curandero místico es también un poeta y un hombre con una voz profunda que convence a quien lo escucha. Ese hombre, que se esconde bajo el nombre de Vlad, recuerda inevitablemente a Radovan Karadzic, que se hace aún más explícito (aunque poco más explícito puede hacerse que cogiendo a un criminal de guerra serbobosnio con amor por la poesía que se escondió bajo la personalidad de un apacible médico alternativo) con un juego entre el alias de Karadzic durante sus años de huida: Dr. Dragan David Dabi, y el del criminal de guerra de O´Brien: Vladimir Dragan.

Las sillitas rojas toma su título de la conmemoración que se hizo en 2012 en Sarajevo, donde se colocaron 11.541 sillas rojas en recuerdo de las personas muertas durante los más de cuatro años de asedio de la ciudad. Esa cifra y esas imágenes son parte del motor de la historia. Los generales e ideólogos serbobosnios, con Karadzic a la cabeza, nunca admitieron haber cometido un genocidio. La novela está cruzada de excusas, de comentarios que afirman que las autoridades de Sarajevo manipulaban al espectador occidental, que allí no estaba muriendo tanta gente. Nunca se bajaron de ahí. Vlad tampoco admite las sillitas rojas. Son una exageración, una mentira.

La novela está escrita con un bello tono violento. A veces el lector queda confundido y no sabe si lo que está leyendo le impacta más por lo horrible que es o por lo fascinantemente bien escrito que está. Me ha recordado Lolita, de Nabokov, un libro que cuenta una historia horrorosa con un lenguaje y una construcción casi perfectos, quizá el máximo ejemplo de contradicción entre forma y fondo (consiguiendo así un efecto brutal en la conciencia del lector) que yo he leído. Aquí, a veces, cuesta trabajo no dejarse seducir, cuando el narrador entra en estilo indirecto libre y nos asoma a la cabeza de Vlad, por su discurso incendiario.

El tono es el ideal porque la Guerra de Yugoslavia de la década de los 90 fue una guerra de intelectuales y de poetas. De soldados también, claro, pero fueron los intelectuales enardecidos por el amor a la patria los que hicieron hervir la sangre que luego los soldados derramaron. Karadzic era un psiquiatra de prestigio y era un poeta laureado. Esos intelectuales convencieron a las masas de que su tierra estaba por encima de la vida de la gente. Autorizaron la matanza de inocentes, crearon el régimen del terror. Vlad habla enardecido por sus lecturas e interpretaciones de Shakespeare. Declama más que declara, parece tener la razón profética que poseen los poetas e iluminados.

La estructura encaja perfectamente con lo que se está contando. La novela tiene tres partes. En la primera vemos la llegada a la Irlanda rural (creo que no es casual la elección de Irlanda, aparte de por ser la tierra de la autora y donde parece haberse centrado su mundo narrativo, porque es un país también muy corroído por el nacionalismo y la religión y las creencias) de un misterioso curandero de barba y melena blanca, llegado de algún país del Este. Lo vemos asentarse y perturbar la comunidad a la que ha llegado. Vemos cómo el cerco policial se va ciñendo sobre él y cómo es su amor por la poesía el que lo hace caer, pues después de haber huido del pueblo regresa para una lectura poética y es en el autobús cuando lo detienen. La tentación es a veces deshumanizar al monstruo, hacerlo malo en todos y cada uno de los aspectos de su vida, hacerlo además de malo feo, guarro, desagradable, con voz de pito, pero es en estos detalles que lo acercan al ser humano sensible donde realmente descubrimos al monstruo, al monstruo mayor, el que se parece a nosotros en algunos aspectos, sin maniqueísmos.

La segunda parte nos cuenta la peripecia de Fidelma, la mujer que se quedó embarazada del monstruo (hay una larga historia en el pasado de Fidelma, la chica guapa del pueblo, que no ha podido tener hijos con su marido por más que lo ha intentado) y que al final de la primera parte es brutalmente atacada por sicarios de acento balcánico. Llega a Londres y se odia a sí misma. Odia al bebé y conoce a otras mujeres que huyeron de guerras y también odian sus cuerpos después de ser violados. Es la parte más descorazonadora de la novela. Terrible en algunas confesiones. Parece que sin lugar para la esperanza. Quizá porque hay veces en que no hay lugar para la esperanza.

La tercera parte nos lleva al tribunal de La Haya, donde van a juzgar a Vlad igual que juzgaron a Karadzic. Volvemos a encontrarnos con el pasado y lo enfrentamos en forma de trámites judiciales y burocráticos, quizá la parte narrada de forma más desapegada y otra vez un acierto, porque nos abofetea con más fuerza. Los que conocieron personalmente a Vlad entonces, los que lo conocieron en su disimulada forma de curandero místico, los que sufrieron los crímenes que la mecha de sus palabras encendieron, esperan lo que tenga que pasar.

Volvemos al principio. ¿Hay obras maestras en el siglo XXI? ¿En 2136 se hablará de la narrativa de las primeras décadas del siglo XXI como ahora se habla de Kafka, Proust o Joyce? Parece difícil, pero si es así, quizá quede un huequecito en los libros de texto del futuro para hablar de este libro lleno de horror y poesía. Por si acaso lo fuera, y por si acaso no, deberíamos leerlo ahora que lo tenemos a mano.

Seguiremos leyendo


Sr. E