miércoles, 28 de septiembre de 2016

Nombres y animales y Papi, de Rita Indiana

Nombres y animales y Papi, de Rita Indiana

Cómo alivian a finales de verano los golpes de aire fresco. No me puedo quejar en general de mis lecturas de los últimos meses, pero cómo se agradece llegar sin saber demasiado bien cómo a un libro que realmente te descoloque. A mediados de agosto cogí algunos libros de entre los que la Biblioteca de Orihuela había organizado en un stand bajo el epígrafe de Escritoras feroces, y entre ellos estaban estos dos de Rita Indiana, publicados por Periférica. No tenía ni idea de quién era Rita Indiana, y de vez en cuando apetece llegar a una autora nueva con esa falta de referencias externas, para evitar los prejuicios o las expectativas demasiado altas.

Empecé leyendo Nombres y animales y pronto comprendí que la etiqueta de Escritora feroz era la adecuada. Nombres y animales empieza con una adolescente aburrida que le busca un nombre a un gato sin nombre y lamenta lo difícil que es ponerle nombre a un gato, en contraste con lo fácil que es encontrarle los nombres adecuados a los perros. La adolescente que nos va a contar la historia se siente gata, en lo difícil de contentar y clasificar, y así nos introduce en su mundo interior.

La adolescente, a la que en ningún momento se le da nombre (como a los gatos, debe ser por difícil), está pasando un mes de verano con sus tíos, ya que sus padres se han ido de vacaciones a Europa. No lo he dicho, estamos en Santo Domingo, República Dominicana, el país de Rita Indiana. Esta adolescente observadora y crítica trabaja en la clínica veterinaria que regenta su tío porque en su familia piensan que le vendrá bien conocer el mundo del trabajo, y todas esas cosas que las familias de los adolescentes tienden a pensar. La hacen vestirse como otra persona y la hacen esperar en recepción para recibir a los dueños de los animales enfermos, con los que conversa de manera vacía y desganada.

Para esta adolescente esa experiencia en la veterinaria y con sus tíos son como unas vacaciones de su vida habitual, un separarse de su mejor amiga, un ver cómo la gente se engaña para poder creer que es feliz, y un inconsciente retrato de las diferencias raciales y de clase en República Dominicana. La adolescente no se da cuenta, pero va transmitiendo algunos prejuicios de clase heredados de sus padres y en los que también se mueven sus tíos y gran parte de los clientes. Ese creo que es uno de los temas principales de la novela, el descubrimiento del extraño.

Hacia la mitad de la novela hay un giro, aparece la figura de un haitiano (negro, extranjero) que trabaja en la clínica. Los haitianos, cuando han sido nombrados hasta ese punto, lo han sido como mano de obra, como fuerza bruta, traspasando sin filtro los comentarios de la tía, que es arquitecta y que va de obra en obra con sus haitianos. Pero como suele suceder, conocer de cerca al extraño lo acerca y hace que se rompan muchos prejuicios. La adolescente empieza a relacionarse con Radamés, que así se llama, y poco a poco se desarrollará una actitud de complicidad entre los dos, que son visitantes, en la clínica. Y poco a poco eso será casi una amistad. No hay que temer que la historia tome derroteros romanticones y trillados y ella acabe enamorada del que hasta hace diez minutos era un desconocido. La novela no pretende tener moraleja, pero si la tuviera sería que hay que mirar la realidad desde cerca antes de opinar, pero que después de la experiencia de acercamiento la vida sigue, cada uno por su camino, y es difícil que vuelvan a cruzarse.

Narrativamente Nombres y animales es vertiginosa. No es que la trama lo sea, porque es más bien mínima y fácil, una adolescente que pasa un mes fuera de casa, con unos familiares, pero la voz de la narradora, y las certeras incorporaciones de otras voces, como su amiga italiana guay, el propio Radamés, ciertos clientes insufribles o sus tíos, disparan más el ritmo, a veces por el contraste que producen con el ritmo de la narradora principal. Decía algún sabio de las letras que la sintaxis es la respiración de quien escribe, y la sintaxis de Rita Indiana es afilada y nos muestra una respiración entrecortada y un corazón que late a ciento cuarenta pulsaciones por minuto en reposo.

Después de leer este primer libro sin haberme fijado demasiado en quién era la autora, y sin querer buscar información adicional sobre la misma, me dirigí a la solapa, y aparte de las típicas referencias a la autora de culto (y aunque es cierto que la obra tiene muchos mimbres para construir a una autora de culto con ellos, cansan por repetitivos y porque no van a caber más autores de culto en el mundo), me encontré con que Rita Indiana es o ha sido cantante (según Internet parece que ha renunciado a su faceta musical). Y busqué algunas de sus canciones, y me dijeron algo más sobre esa sintaxis. Dentro de lo fácil que sea imaginarse la lectura de un libro a partir de la escucha de una canción, Nombres y animales suena bastante parecido a esta mezcla de merengue – punk y dance que practicaba como intérprete junto a su grupo, Los misterios.


Papi es una novela aún más acelerada. Papi suena directamente así, con la percusión golpeando y atronando desde el principio, y con ese cantar casi atonal que narra una vuelta, el motivo principal de la novela.


Papi es cronológicamente anterior a Nombres y animales, y es la segunda novela que la autora publicó, y la primera que Periférica trajo al mercado español. En Nombres y animales se veía cierta tendencia al lenguaje coloquial y a enseñarnos un habla de la calle caribeña. Aquí esa tendencia es mucho más fuerte y decisiva en el relato, y la trama está cruzada de localismos, referencias a estrellas de la escena musical del merengue, y palabras inglesas españolizadas.

Los misterios es la última parte de Papi, y vuelvo a recordar la coincidencia con el nombre del grupo de música con el que tocaba Rita Indiana. Los misterios, esa parte de Papi, es la más marciana de los dos libros que he leído, y aunque se lee bien, si buscáramos coherencias y otras cuestiones técnicas, quizá no acaban de encajar bien esas apariciones de médiums y espíritus.

Papi es la historia de un regreso, la historia de un regreso que no acaba de producirse. Leemos el regreso de alguien desde la perspectiva de quien espera, no de quien debe volver. La narradora, otra adolescente de discurso acelerado, nos cuenta que su papi, el triunfador del barrio, va a volver. Suponemos que vuelve de los Estados Unidos, lleno de dólares y de prestigio. El Papi es el chulo nº 1 y es el Master, y eso lo dice su hija. La hija está deseando que regrese para sacarlo de la monotonía de la vida en Santo Domingo, junto a su madre. La madre es la aguafiestas que siempre está al lado y cada visita del padre es una fiesta de cenas fuera, fiestas, conocer a cualquiera de las mil nuevas novias de papi, que siempre quieren congraciarse con su hija.

Los negocios de Papi no parecen limpios, pero parece que lo respetan. Es el superhéroe que la hija admira, aunque no por eso deja de verle el lado oscuro. Es el dios del barrio al que ella, como todos, rezan, aunque a veces renieguen de él. La hija se va haciendo mayor mientras el padre regresa, o no. La vida cambia, el cuerpo, los intereses y los deseos se hacen otros. Y el papi no regresa. Pero la imaginación da a veces consuelo de sobra. El relato es expresivo y hasta exagerado en todo momento, pero ese tono de alucinación le conviene, porque como con los dioses, y como con los superhéroes, no es seguro que papi exista, que siga existiendo, y hay que mantener vivo el mito.

Parece que Rita Indiana es una artista inquieta, y creo que Periférica tiene otra novela ya publicada. La buscaré y la leeré esperando que me saque a la pista de baile una tercera vez, y esperaré sus nuevos pasos.


Felices lecturas


Sr. E

jueves, 22 de septiembre de 2016

El estado natural de las cosas, de Alejandro Morellón

El estado natural de las cosas, de Alejandro Morellón (Ed. Caballo de Troya)

Escuché (leí más bien, supongo) por primera vez el nombre de Alejandro Morellón cuando ganó en 2.013 el Premio de Libro de Cuentos de la Fundación Monteleón con un libro titulado La noche en que caemos. Yo había participado en aquel certamen con alguna versión más o menos parecida a lo que luego fue Desórdenes, con el que obtuve el Premio Manuel Llano de Libro de Cuentos en 2.015. La portada de aquel libro me pareció muy sugerente, y la sinopsis muy interesante, pero como sucede muchas veces (demasiadas) con las ediciones que vienen de premios, no son fáciles de encontrar y nunca he podido leerlo.

Este año volví a leer el nombre de Alejandro Morellón como el de uno de los autores a los que Alberto Olmos había “fichado” para la editorial Caballo de Troya durante su año de editor invitado. Caballo de Troya siempre ha tenido, desde los tiempos de Constantino Bértolo, una cierta inquietud social, y ha estado muy pendiente de buscar jóvenes autores que de alguna manera reflejaran las preocupaciones del momento, con lo que eso tiene de elogiable y lo que puede tener de peligroso, porque a veces conduce a publicar libros con fecha de caducidad demasiado cercana si el mensaje es mucho más potente que la forma. La descripción del libro de Alejandro Morellón, así como las de su anterior libro, parecían situarlo en una órbita creadora más cercana al relato fantástico, y eso me incitó a querer leerlo, porque supongo, como lector, que si una editorial rompe su línea habitual con un autor en concreto debe ser porque ese autor concreto les ha llamado poderosamente la atención.

El estado natural de las cosas es, efectivamente, en ese sentido, un libro singular dentro de la línea de su editorial, porque se ajusta bastante bien a lo que clásicamente ha sido un libro de relatos de tono fantástico. El fantástico al que nos referimos en este libro es esencialmente esa clase de relato fantástico que pone un pie en la realidad y luego da un salto que rompe nuestra experiencia habitual. Es una de las estrategias clásicas de la narrativa fantástica, y en ese sentido es un libro muy agradable de leer para quien tiene costumbre de visitar a autores como Julio Cortázar, Adolfo Bioy Casares o José María Merino, pues conoce sus reglas. Unas reglas que podrían resumirse en: ahora, en este momento, el autor va a romper las reglas, y ya veremos a dónde nos lleva. No obstante, las historias de Alejandro Morellón destacan algunos aspectos (precariedad, juventud desorientada, control social) que enlazan con la tradición de la editorial Caballo de Troya y también es interesante buscar esas conexiones. Quizá podríamos decir, por no ceñirnos a una etiqueta única, que son relatos irrealistas.

El libro tiene siete relatos, seis de ellos bastante breves (todos de menos de diez páginas) y uno que está cerca de pelear por el nombre de nouvelle (pasando de las setenta en este caso). La estructura deja esa nouvelle en el medio del libro, y siendo además la que da título al conjunto, y siendo además el mejor texto, parece claro que es la principal apuesta del autor. El libro se presenta dividido en tres partes, y seguirlas me parece la manera más fácil de hacer un breve resumen del mismo:

Primera parte: Como el perro que olfatea al pájaro: Nos encontramos con los tres primeros relatos. Todos los relatos del libro son ocurrentes. En todos la situación de partida nos hace arquear una ceja. En unos la sorpresa permanece y en otros se desinfla. Estos primeros tres relatos funcionan bien, y son una buena puerta de entrada a lo que nos vamos a ir encontrando. El primer relato, Elogio del huracán, nos lleva al interior de una especie de secta, y desde ahí funciona como una prosa muy bien trabajada, que no cuenta nada que sea inesperado, es la espera de otra persona, alguien en quien hay puestas, quizá, demasiadas esperanzas. El principal valor de este relato creo que radica en que funciona, a su manera, como una poética del autor. Siempre he disfrutado de la violencia de lo cotidiano: por ejemplo, la de un vaso que se rompe en la oscuridad. Así empieza este relato, así empieza el libro, y aunque no sea directamente el autor quien nos habla, quizá sirva como aproximación a sus intenciones. Parece una puerta de entrada a su mundo, desde luego el vaso que se rompe en la oscuridad es una imagen que lo describe adecuadamente.
Aunque los relatos de Alejandro Morellón me han hecho pensar, desde que empecé a leer el libro, sobre todo en Julio Cortázar, hay dos cuentos que han dirigido de modo directo mi memoria hacia Kafka. Por una sensación de burocracia castrante por un lado, y por la tensión entre la historia y la desgracia que parecen correr en el exterior y las pequeñas miserias de la pequeña comunidad. Reprimir el gesto exterminador es el primero. Una chica se ríe como si fuera feliz y a los vecinos les molesta. Esa podría ser la sinopsis en una línea de lo que se cuenta.
Intervención nº 3 sobre mano izquierda de sujeto anónimo nos habla de un artista que busca voluntarios para cortarles una mano. Les pagará bien y lo hará en nombre del arte. El relato me ha parecido especialmente valioso por su violenta dialéctica del arte contemporáneo, al que imaginamos capaz de algo así. Este verano he leído también Intento de escapada, de Miguel Ángel Hernández, y planteaba algo similar. El drama personal está en la variedad de individuos que podrían verse acuciados por la necesidad a acceder a algo como dejarse cortar una mano a cambio de dinero. ¿Cuánto puede cambiar la vida de alguien sin una mano? ¿Cambiaría la propia persona? La respuesta está al otro lado de la recompensa. 15.000 € para ser exactos. El precio por el que se puede perder mucho más que una mano.

Segunda parte: Era la época de los maestros de la levitación: El estado natural de las cosas es el estado al que el protagonista de esta historia querría que todo volviera. ¿Cuál es el estado natural de las cosas? Aquel en el que las personas habitan a la altura del suelo y en los techos sólo hay lámparas y quizá algunos adornos. ¿En qué estado queda la vida cuando nos caemos y aparecemos en el techo? Esta nouvelle, de aire kafkiano, empieza con la elección de esa palabra, caída, que supone una inversión de valores, por usar términos de Nietzsche. Alguien que cae y aparece en el techo está marcando el tono del relato. El inicio no busca introducirnos de manera vertiginosa en esa nueva realidad utilizando una de esas frases directas, como podría ser la del inicio de La metamorfosis. Morellón nos mete poco a poco en la historia. Y nos subimos al techo con su protagonista. ¿Puede una relación de pareja sobrevivir a algo así? Está claro que no. ¿Puede llevarse una vida normal? Por muchos arreglos que se quieran hacer, está claro que tampoco. Leía hace poco el libro de Conversaciones con David Foster Wallace y me llamó la atención que hablara de que el escritor muchas veces querría ser el que puede ponerse en el techo y ver lo que pasa. Me llamó la atención la imagen que utiliza, y que aquí la tengamos tan directamente. Porque este relato largo habla, también, de la creación. Y de las obsesiones, tan inevitables (y seguramente necesarias) para quien crea. Me parece que El estado natural de las cosas es un texto que se presta a muchas lecturas, lo que es síntoma de su valía literaria. Entre esas lecturas no me parece de las más forzadas interpretarlo como una batalla entre el creador y el mundo que lo rodea. El creador que se queda fuera, alimentando sus obsesiones (aunque el relato las sublime en el cuerpo de una musa cibernética), reviviendo traumas infantiles, incomunicado. Esa lectura en clave creativa creo que ha hecho que lo relacione con un relato, que también recuerdo largo, de Quim Monzó, titulado Ante el rey de Suecia, incluido en El mejor de los mundos. Al escritor, como figura rara por excelencia, acaban sucediéndole cosas raras, como caer hacia arriba, una situación tan extraña que parece pedir medidas desesperadas que puedan resolverla.
Imperdonable: que el personaje escuche al bluesman Moody Waters, que supongo que será un hijo deforme de Muddy Waters y aquella banda llamada The moody blues.

Tercera parte: Los pájaros que saben: Estos tres últimos relatos me han parecido menos trabajados (aunque supongo que lo habrán sido en igual medida, quizá simplemente no han quedado tan redondos) que los tres primeros, con los que los comparo, dejando la nouvelle central al margen. Son relatos que parten de una situación inicial sugerente (a alguien le crece una preocupante sombra en La sombra de una imagen que se ahoga, los celos en la pareja de una mujer que se ha prestado con su marido a fabricar clones de ellos mismos en Fucksímil, a su manera un acercamiento al clásico tema del doble, casi obligatorio en cualquier colección fantástica, y una deformidad física que va creciencia y preocupando a quien la padece, a la vez que impresionando a todos, en Cuidado con el huevo) pero no me han parecido tan bien rematados. Quizá han salido perdiendo de mi experiencia lectora tras el paso por El estado natural de las cosas, y un libro que venía in crescendo ha acabado con unos relatos que me han parecido menos intensos por venir después de la cima.

En general me ha parecido un libro bien escrito en el que el autor ha sabido mezclar muy bien el clásico fantástico con algunos toques de realidad, consiguiendo que la realidad sea cuestionada por esas interrupciones de lo que nos gusta considerar normal. Es un libro que se mueve en el concepto de escritura lúdica que manejaba Cortázar, y para los lectores juguetones deja por ejemplo la labor de ir siguiendo los siete usos distintos del término Ehio. Merece la pena leerlo, y esperar los siguientes pasos de Alejandro Morellón, que no sé si seguirán en el mundo del relato o probarán en la novela.

Seguiremos hablando de libros.

Felices lecturas

Sr. E



viernes, 16 de septiembre de 2016

Conversaciones con David Foster Wallace

Conversaciones con David Foster Wallace, Stephen J. Burn (Editor), Ed. Pálido fuego

Cuesta hablar de un libro que nos ha dicho tanto que si no fuera porque estamos mayores para ciertas cosas podríamos hasta decir que nos ha cambiado, en cierto grado, la manera de leer. No soy un fanático de David Foster Wallace pero sí soy, desde luego, un lector de muchas de sus obras. Un lector y un relector, lo que indica que es un autor que siempre me interesa. Nunca me he lanzado todavía a abordar su gran novela, La broma infinita, aunque me la he comprado durante este verano para acercarme a ella en las largas tardes de invierno. Sí he leído, y releído, sus relatos de La niña del pelo raro, Entrevistas breves con hombres repulsivos y Extinción, así como su genial crónica de cruceros Algo supuestamente divertido que nunca volveré a hacer, uno de los textos más divertidos y a la vez tristes que nunca he leído.

En 2.013 escribí un relato, sin apenas haber leído a Foster Wallace, con el que gané el X Certamen Jóvenes Talentos Booket – Ámbito Cultural. Aquel relato se llamaba Literatopatías (Estudio Psiquiátrico sobre la Situación Coyuntural de la Literatura Contemporánea) y bajo ese título inequívocamente inspirado en David Foster Wallace, me burlaba (llevándolo a su versión psicopática) de aquellos que en esos momentos adoraban a David Foster Wallace por encima de todas las cosas. Es difícil ser un mártir, y supongo que uno no elige a sus seguidores o supuestos seguidores. Veo cómo parece que en el último año se ha abierto la veda para criticarlo. Y como pasa siempre, después de que un autor haya estado en el altar de los intocables durante un tiempo, cuando lo bajan, los que se lanzan a criticarlo (que muchas veces son los mismos que antes lo encumbraron) se exceden y pierden toda objetividad.

Conversaciones con David Foster Wallace es un libro en el que se recogen entrevistas realizadas al autor durante toda su vida, desde que publicó su primera novela, La escoba del sistema, hasta después de su último libro de relatos, Extinción. Foster Wallace habla en uno de esos encuentros sobre Raymond Carver y afirma que Carver era un genio, que creó algo perdurable, pero que él no tiene la culpa de sus miles de imitadores y discípulos mediocres. Y esto quizá sea aplicable a Foster Wallace, y aunque cueste, hay que acercarse a su obra, y a su personalidad como autor, que aquí revela en gran medida, sin tener en cuenta a quienes lo loan como el último gran escritor nacido en el siglo XX, como un genio cuya obra pervivirá cien años.

¿Sobrevivirá la obra de Foster Wallace cien años? Por lo que nos cuenta este libro, era uno de sus objetivos. En algún momento de sus páginas afirma que quiere escribir una novela que se siga leyendo dentro de cien años. No sabemos qué pasará dentro de ochenta, pero de momento hace veinte de la primera publicación de La broma infinita y se sigue estudiando con interés, y este año se han hecho reediciones conmemorativas de su vigésimo aniversario. Hay y hubo mucho de moda en la figura de David Foster Wallace, por su manera de analizar la modernidad, por su relación con los medios de comunicación, por su figura, por su pañuelo en la cabeza, por su aire de gigantón frágil, por haber sido lo más parecido a una rock star del sistema literario, por su suicidio.

Antecedentes: Durante los aproximadamente veinte años que abarcan las entrevistas con David Foster Wallace recogidas en el libro se repiten muchos clichés. Creo que al propio autor le divertiría ver cómo se repitió tantas veces durante dos décadas que sus padres eran profesores, que leían el Ulises de Joyce, que Foster Wallace fue un jugador de tenis bastante brillante en la adolescencia, que terminó dos licenciaturas, una en lógica matemática y otra en literatura, y que fue el trabajo de final de carrera de esta segunda, la que acabó siendo su primera novela, La escoba del sistema, que publicó a los veintitrés años.

Los inicios: Tras sus primeras publicaciones Foster Wallace se acostumbró a dar entrevistas. En las primeras es más abierto, seguramente por edad se sentía cercano a quienes le entrevistaban, muchas veces periodistas que acababan de terminar sus estudios. Con los años fue cubriéndose de un caparazón, y restringiendo la información que daba abiertamente. En el prólogo al libro Stephen J. Burn cuenta que fue un periodista el que le dijo a Foster Wallace en algún momento de la promoción de La broma infinita que no debía decir ciertas cosas, pues lo ponían en una situación de debilidad ante el entrevistador. Creo que Foster Wallace se arrepintió de ciertos comentarios, igual que según cuenta en el libro se arrepintió de ciertas apreciaciones en sus libros de no – ficción, y dejó de hacerlas.

¿Qué se puede aprender sobre David Foster Wallace leyendo este libro?: Creo que se puede ver dónde se situaba él en una línea de evolución de la literatura, y cómo sus lecturas y referencias fueron cambiando. Empieza hablando, seguramente considerándose parte de algo que por darle un nombre se llamaba posmodernismo y que venía de manera más o menos directa de autores como Thomas Pynchon, Robert Coover, William Gaddis o Donald Barthelme. Aunque es consciente de que el posmodernismo es a veces demasiado solipsista y no anda hacia delante sino que traza círculos y espera la admiración de los críticos y Foster Wallace quería avanzar en su obra. En algún momento habla de los hijos de Nabokov, y entendemos que son aquellos autores que trabajan una buena prosa en la que narran sin perder de vista los juegos de autoconciencia. Nombra por encima de todos quizá a DeLillo. DeLillo y Cynthia Ozick son dos autores a los que siempre nombra con gran admiración en esos veinte años de palabras. Al final acaba hablando de la manera de abordar la trascendencia con un discurso limpio que ha encontrado leyendo a San Pablo, Dostoievski y Camus, y quizá estaba por ahí la línea que pretendía seguir en el futuro. Tampoco duda nunca en hablar bien de autores contemporáneos, de su edad, a los que lee con interés aunque no se ve relacionado en lo que escriben unos y otros, autores como Jonathan Franzen, Lorrie Moore, George Saunders o William T. Vollmann.

La trascendencia y la ironía: Foster Wallace es consciente de que su estilo, y quizá es algo generacional, está muy apoyado en la ironía. Quizá demasiado, se lamenta en algún momento, pero cree que la narrativa no puede seguir haciendo ciertas cosas: escenas, giros, presentaciones de personajes, sin tomárselos un poco a broma, sin jugar con el lector, sin decirle: sé lo que estás pensando. Quizá, dice, la ironía sea una respuesta a toda esa narrativa tan seria que pretendía reproducir el mundo, y la respuesta a esa ironía acabe siendo una vuelta a la narrativa clásica, con todas sus convenciones. Uno no puede escribir dejando de lado la autoconsciencia, viene a decir. A Foster Wallace no le parece realista el Realismo, por decirlo de alguna manera. Le parece que la realidad en la que vive, de finales del siglo XX, está llena de referencias y metarreferencias, y no tiene sentido tratar de esconderlo. Hay arte que perdurará y hay arte que no perdurará y es difícil saber qué lo hará y qué no, pero él cree que su obligación es narrar su tiempo como lo siente, y que eso puede darle lugar a que su obra permanezca.

David Foster Wallace, la persona: Leer algunas de las afirmaciones que hace, sobre la soledad o la tristeza, sobre algunos personajes que terminan mal y que como él mismo dice, no sé de dónde salen, pero sin duda salen de algo que está mal dentro de mí, provoca un cierto escalofrío. Por usar sus propias ideas, no se puede leer este libro con mirada limpia, obviando cómo terminó su vida el autor, y es difícil no buscar señales que vayan anunciando algunos de sus estados de ánimo depresivos. Tenemos demasiadas referencias externas y no podemos dejar de usarlas. No hace falta buscar demasiado, están a un nivel superficial de lectura.

David Foster Wallace, el autor: Todos los que lo conocieron destacan que era una persona muy inteligente. Y lo parece. Es también un escritor inteligente, y como él mismo reconoce, a veces eso puede hacer que el lector piense que intenta pasar por listillo. Y a nadie le gustan los listillos. Una de las cosas que decía revisar mucho como autor antes de publicar eran esas páginas en las que pensaba que el lector podía pensar que era un listillo haciendo una demostración de virtuosismo. Y aún así sabía que muchas de sus páginas podían dar lugar a esa sensación. Resulta muy gracioso cómo explica qué llegó a esas notas a pie de página que marcan en gran medida La broma infinita y durante un tiempo después no era capaz de escribir otra cosa que páginas llenas de notas, y que tuvo que plantarse muy seriamente y volver a aprender a escribir sin ellas, para no acabar siendo cargante. Creo que la inteligencia de Foster Wallace era ese tipo de inteligencia que relaciona información de manera muy rápida, y que sobre todo sabe hacerlo, a veces, de manera original, dando lugar a algo verdadero, artístico, perdurable. Cuenta que hay días que recibía 50.000 impactos de información al día y que su labor muchas veces era filtrar todo eso y sacar de ahí 20 o 25 datos útiles. Cuando lo conseguía, todo funcionaba. Escribo buscando el clic, cuenta en algunas entrevistas. A veces noto cómo al avanzar en la escritura suena ese clic. Y era capaz de detectarlo en la obra de otros. Sobre la obra de otros y sobre la suya, Foster Wallace tiene desde el comienzo de su carrera una idea bastante clara de las cosas que sabe hacer bien como autor y de las que no hace tan bien. Es capaz de admirar algunos aspectos de otros escritores y ser consciente de que eso no sabría hacerlo bien, o no sería natural incorporado a su obra. Eso es algo que un escritor debe aprender y que normalmente tarda mucho más en aprender, pero parece que David Foster Wallace lo vio fácilmente.

Es un libro interesante para cualquiera, pues permite acceder a una mente brillante que muestra algunas de las claves de su funcionamiento y algunos de sus temas de escritura. Creo que Conversaciones con David Foster Wallace es un libro que despertará el interés por leer su narrativa a quienes nunca la hayan leído. Y es sin duda un libro que complementará perfectamente la lectura de su obra. Para aquellos que ya lo hemos leído, nos permite comprender mejor ciertos aspectos, y nos despierta las ganas de seguir leyéndolo.

Seguiremos hablando de libros.

Felices lecturas


Sr. E

martes, 13 de septiembre de 2016

Reseña de Mil dolores pequeños en LibrosyLiteratura

Los responsables de la revista web LibrosyLiteratura tuvieron la buena idea de encargarle a su redactor Sergio Sancor que leyera Mil dolores pequeños para compartir sus impresiones con los lectores.

El resultado de esa lectura de su profunda lectura de finales de verano se puede leer aquí
http://www.librosyliteratura.es/mil-dolores-pequenos.html 

Espero que abra las ganas de acercarse a la novela a nuevos lectores.

Gracias a la gente de LibrosyLiteratura y especialmente a Sergio

Podéis comprar el libro, si es de vuestro interés, en
http://www.latiendadebailedelsol.org/372-escudero-abenza-pablo-mil-dolores-peque%C3%B1os-.html

Felices lecturas

Sr. E

sábado, 10 de septiembre de 2016

Escritores que leen y lo cuentan

Escritores que leen a otros escritores y presumen de ello: H. P. Lovecraft: Contra el mundo, contra la vida, de Michel Houellebecq, Flores en las grietas, de Richard Ford.

Creo que siempre se puede aprender algo de lo que otros escritores quieran explicarnos. Creo que los que escribimos siempre aprenderemos algo, pero creo que también aprenderemos algo como lectores, pues el camino natural que lleva a la escritura es (o debería ser) el de la lectura. He comprobado en propia carne y he comentado con otras personas que escriben que la manera de leer cambia, inevitablemente, cuando nos lanzamos nosotros mismos a escribir. Uno empieza a ver defectos que antes le pasaban inadvertidos, es cada vez más difícil dejarse seducir por cierto tipo de narrativa, el escritor va canibalizando una parte de nuestro yo lector.

Agradezco encontrarme de vez en cuando con escritores de tanto renombre como Houellebecq y Ford que se enfrentan a sus lecturas, a las que les han marcado y a las que siguen marcándoles, con sinceridad y desde la admiración. Me da la sensación de que hay demasiados escritores que tratan de ocultar en gran medida sus lecturas, las reales, para que los lectores y los críticos no les rastreen las referencias, cuando la verdad es que lo más natural del mundo es tener referencias y que estas se noten con cierta naturalidad en lo escrito. Lo que no es homenaje es plagio, suele decirse, y es verdad, y queda un poco falso escuchar a cientos de escritores contemporáneos que ante la pregunta de si se inspiraron en algún autor u obra en concreto para la construcción de su nueva novela responden El quijote o Pérez Galdós. Resulta cansino que presuman de no leer literatura contemporánea porque saben que no les interesa (pese a que no la leen) o que pretendan decirnos que la novela más moderna que han leído es Guerra y Paz (sobre todo cuando utilizan mecanismos narrativos posteriores, que hemos de suponer que habrán descubierto en casa, haciendo pruebas, como si alguien dijera que no usa tecnología moderna pero tuviera en la cocina un microondas, deberías suponer que lo ha inventado solo).

El número de autores a los que uno puede llegar a leer a lo largo de su vida lectora adulta con verdadera atención y provecho es necesariamente limitado. Por suerte, dentro de esa limitación Ford y Houellebecq leen a autores de los últimos cien años e incluso a sus contemporáneos. Y aún más a celebrar, hablan bien de ellos.

El libro de Houellebecq analiza la figura de Howard Philip Lovecraft, quizá el escritor de terror (o fantástico, no se trata de meternos en peleas por etiquetas) más importante que ha habido desde Poe. Como bien dice Houellebecq, el primer Lovecraft habla de su admiración por los constructores de buenos relatos góticos, por los maestros antiguos y particularmente por Poe, aunque se fue alejando de esa línea y esa influencia con los años y creando algo totalmente distinto. No me gusta Lovecraft, la verdad, pese a lo cual cuando lo he intentado leer he visto en él una fuerza (bruta, por qué no decirlo) propia que lo hace sin duda un escritor importante. Como bien señala Houellebecq, es un escritor que expone al lector a unos picos de intensidad con una frecuencia que no es para todos, pero aquellos que se sienten llamados por su prosa se convierten en fanáticos. Una particularidad que también destaca es que es uno de los pocos escritores de los que podemos localizar a autores que se declaran directamente continuadores de su mundo y su obra, aunque esto está extendiéndose (a otro nivel, normalmente menor, tanto literario como de sentimiento de pertenencia casi religiosa) con internet y la proliferación de lo que suele llamarse fan – fiction.

Houellebecq no escribe sobre Lovecraft desde la perspectiva de un seguidor incondicional. Señala algunos de sus defectos como narrador, y muchos de sus defectos como persona. Rastrea en su obra y en su vida los motivos y las pruebas de su rechazo hacia el mundo moderno y su innegable racismo. Houellebecq sigue su evolución y va marcando ciertos hitos en ella. Se ve que es un lector atento y perspicaz, que creo que se identifica con Lovecraft en algunos aspectos. Incluso para Houellebecq, que tiene fama prácticamente de sociópata, Lovecraft es un tanto extremo en su decisión de abandonar y casi odiar todo lo que no fuera directamente la escritura, de vivir de espaldas a todo lo que no fuese su literatura. El Houellebecq que escribió este libro, tampoco lo perdamos de vista, es un autor que apenas había publicado nada antes (la biografía se publicó 3 años antes que Ampliación del campo de batalla, su primera novela), y que aquí prueba a escribir una biografía como si fuera una novela, según sus propias palabras, aunque no da esa sensación al leerla, pues es una biografía, narrativa, eso sí, podríamos decir que a veces hasta conversacional, pero una biografía al fin y al cabo.

Es un libro que habla de un ser humano y un autor concreto, H. P. Lovecraft, y de la huella que su escritura dejó. Es un libro interesante en lo que consigue hacer pasar del caso concreto de Lovecraft a lo universal de los escritores y más en general aún los seres humanos. A mí, que nunca he podido acabar un texto largo de Lovecraft, me ha interesado en esos aspectos, lo que es sin duda un indicador de que el libro trasciende la figura concreta que a priori está analizando.

Houellebecq no se mete demasiado en análisis técnicos de Lovecraft, pero analiza dos puntos muy interesantes. Por un lado, la sobreintensidad de todos sus textos. Escribe como no se debe escribir, y ese estilo sobrecargado es su marca personal. Por otro, me ha gustado la comparación que hace entre las estrategias clásicas del relato fantástico (ejemplificándolo con unos textos de Richard Matheson), un relato en el que se presenta primero una normalidad y luego se rompe, y la manera de proceder de Lovecraft, que empieza ya en lo anormal, y muchas veces, para no dejar fuera al lector, sigue su propia estrategia de normalización utilizando un lenguaje que imita al científico para describir las atrocidades. Quizá, dice Houellebecq, nadie se ha sabido valer del lenguaje científico con esa propiedad (aunque en realidad sea impropiedad) en sus obras de ficción.  

Flores en las grietas es una colección de ensayos y pequeños textos que la Editorial Anagrama decidió recopilar para los lectores de Richard Ford en español. No es por lo tanto una traducción de un libro de Ford propiamente hablando, sino una recopilación exclusivamente diseñada para nuestro mercado.

Los libros recogidos así adolecen a veces de la sensación de ser saldos. Si así fuera, la culpa no sería en ningún caso del autor, sino más bien de la editorial. Sintiendo que ésta decidió aprovechar la creciente popularidad de Ford (aunque no es un libro editado post – Premio Princesa de Asturias), tampoco siento que me estén ofreciendo textos de segunda, de relleno o sin interés. Unos me han interesado más y otros menos, algunas ya los había leído antes, pero me parece aún así un libro interesante, que peca de falta de unidad pero que tiene apuntes muy valiosos.

No es Richard Ford un autor por el que en general pierda la cabeza, aunque sí tiene una novela que coloqué en un altar desde la primera vez que la leí, Canadá. Es en cualquier caso un escritor consolidado, que seguro que tiene algo interesante que comentarnos sobre su oficio.

Lo que más me ha gustado en general del libro es precisamente esa palabra, oficio. Los textos de Ford en general me han parecido honestos, sin misticismos. No ha querido que los lectores pensemos que el escritor es un iluminado al que la inspiración acude, sino que escribir tiene mucho de oficio, y como oficio que es, se aprende a escribir mejor escribiendo más, se roba de lo que se lee, y muchas veces hay que dejar que la escritura repose durante temporadas completas y no obsesionarse por ello. Ford tiene claro que hay una vida y que hay una vida literaria, y que lo más importante, rebajando la figura romántica del autor, es la vida.

Cuatro de los textos son introducciones a libros. A las novelas Revolutionary Road, de Richard Yates y a Años luz, de James Salter. A Ford le gusta Yates, a quien se siente cercano, y creo que admira a Salter, de quien dice que es el autor que mejor utiliza el inglés americano, y que hay muy pocas dudas al respecto. También están los prólogos que escribió para dos colecciones de las que fue antólogo, una colección de relato americano para la revista Granta, en la que va presentando todos los textos, lo que permite encontrarse con nombres conocidos (Cheever, Wolff, Carver) y obliga a anotar otros hasta ahora nunca escuchados. Ford destaca algunos puntos fuertes de cada uno, y busca relaciones entre unas y otras historias. La otra colección es una selección de relatos de Chéjov (que es la misma que yo tengo, la que ha venido publicando DeBolsillo en los últimos años), y el texto viene bajo el título de Por qué nos gusta Chéjov. Además de analizar los 20 relatos seleccionados (entre unos 600 que se estima que escribió el ruso) habla de su experiencia como lector de Chéjov, y reconoce que lo había leído muy poco hasta que le encargaron hacer de editor. Es decir, lo había leído en la década de sus veinte años, pero no había acabado de entender por qué era tan importante Chéjov. Esto, como bien afirma, puede sonar grave para alguien que empezó a lograr el reconocimiento escribiendo relatos, y cuyo estilo estuvo cercano al propio Chéjov, como en el caso de su amigo Carver.

La lectura vuelve a incidir en esa idea de que hay ciertos momentos en la vida para aprender a leer de otra manera, de nuevo en torno a los veinticinco – treinta años, y que la perspectiva de quien da ese cambio se ve bastante alterada desde entonces.

Hay una serie de textos que rememoran momentos de la vida de Ford, o sensaciones, como habitar en el hotel que su abuelo poseía después de la muerte de su padre, recuerdos del boxeo, del golf. Me han parecido algo anodinos salvo Un padre y una bicicleta, en el que recuerda lo torpe que era su padre para esas cosas que se supone que los hombres saben hacer bien, como montar un armario, y cómo una vez, una única vez, para su cumpleaños, su padre, que murió cuando él tenía 16 años, le trajo una bicicleta perfectamente montada, y cómo vio en ese adulto que en ocasiones era muy distante, al niño que había sido. Me ha resultado un texto emotivo sin ser empalagoso, tal vez porque yo también soy padre y soy torpe.

Si un padre modelo puede reparar un cortacésped, instalar correctamente un saco de boxeo, ofrecerte sugerencias para tu proyecto científico o consejo para obtener el certificado de socorrista, ayudarte en tus deberes escolares de matemáticas, armar una bicicleta nueva o cambiar la mosquitera de la puerta del patio, el mío no era un padre modelo.

La parte más interesante del libro la he encontrado en los textos relacionados con el oficio de escribir. Y a veces con sus consecuencias indeseadas. En Qué escribimos, por qué lo escribimos y a quién le importa, Ford ataca bastante frontalmente al sistema de críticos y académicos dedicados a analizar lo que el autor ha querido decir en cada letra de su texto, muchas veces en contra de lo que el mismo autor dice haber escrito. Pone ejemplos de malentendidos a los que han llevado sus textos, y habla de la Universidad que él conoció en los sesenta y de cómo ciertas corrientes críticas se fueron adueñando de ella en los setenta y tratando de dar más valor a las lecturas de las obras que a las obras en sí. También arremete contra ciertos excesos de la corrección política, tratando de dejar claro algo que debería ser tan obvio como que si uno de sus personajes hace un comentario hiriente, estúpido o racista es porque él considera que así la narración queda más viva, pues hay personas hirientes, estúpidas o racistas, pero que es infantil traspasar esos calificativos automáticamente al autor, y es una de las maneras de leer a las que nos estamos enfrentando últimamente.

¿De dónde viene la escritura? y Holgazanear mientras la Musa recarga pilas tratan de arrojar cierta luz sobre ese manido tema de la inspiración. Un tema que viene inquietando a quienes escriben y a quienes los leen desde la antigua Grecia al menos. Ford, como cualquier escritor, no sabe realmente de dónde viene la escritura ni a dónde va, pero sí sabe que la escritura mejora con la práctica y con la lectura sincera de maestros. Y plantea que muchas veces cuando no tiene sobre qué escribir es mejor no escribir, sino ver un partido de béisbol o una serie en la televisión, a la espera de que vuelva a haber algo que decir. Esto, que dicho así suena un poco ramplón, es cierto, y es por dónde van las investigaciones neurocientíficas más recientes. El cerebro creativo necesita desactivarse, “olvidarse” de lo que pretendía hacer, distraerse, y así se volverá a conectar.

El buen Raymond retrata su amistad con Raymond Carver, una amistad que duró unos diez años, desde que eran escritores apenas conocidos que coincidieron en un pequeño congreso, hasta el fallecimiento de Carver. Ford retrata a Carver como un ser entrañable, como un buen amigo, como alguien que era feliz logrando que los demás fueran un poco más felices. Carver venía del fondo y no quería volver allí por nada del mundo. Y salió. El éxito aún le pilló en vida, y ayudó en lo que pudo a que los primeros libros de Ford se difundieran. Richard Ford, sin embargo, no se limita hablar de su amigo, sino también del escritor que Raymond Carver fue, analiza algunas de sus estrategias, de sus mejores puntos como autor. Debo decir que hará unos diez años que no leo nada de Carver (casi nada, para ser totalmente sincero, el único relato suyo que he releído en esos años sin Carver ha sido Caballos en la niebla, que es un relato que me parece excepcional, además de por su calidad, por su difícil encaje junto al centro de la obra de Carver), y la lectura de este texto me ha despertado ciertas ganas de volver a coger ¿Quieres hacer el favor de callarte, por favor?

Creo que si un libro de textos más o menos ensayísticos te aporta dos o tres ideas interesantes y te despierta las ganas de leer algunos relatos, ya habría merecido la pena. Este, además de eso, tiene algunas páginas realmente valiosas.

Seguiremos leyendo

Felices lecturas


Sr. E

domingo, 4 de septiembre de 2016

Proyecto Perec: Las cosas, Un hombre que duerme, El secuestro, Lo infraordinario

Proyecto Perec: Las cosas, Un hombre que duerme, El secuestro, Lo infraordinario. 

Leamos con atención el comienzo de El secuestro, de Georges Perec:
“Tres obispos, un religioso judío, un coronel del Opus y un trío de mediocres politicuchos, siguiendo los deseos de un trust inglés, difundieron por televisión, y luego en letreros, el inminente riesgo de morir por desnutrición. Primero se pensó en un mero rumor, elementos nocivos, según dijeron. Pero el pueblo se lo creyó. Todos se proveyeron de un sólido fuste. “Queremos comer”, gritó persistentemente el pueblo, profiriendo vituperios sobre jefes, ricos y poderes públicos. Por doquier, se urdieron complots e intentos de subversión. Los polis tuvieron miedo de los turnos de noche. En Bourg – en – Bresse se tomó un sitio público. En Grenoble se robó un stock: bonito, leche, kilos de dulces, montones de trigo, pero todo podrido. En Metz perecieron veintisiete jueces de un solo golpe en un cruce, luego se quemó un periódico vespertino que, según supusieron todos, se pronunció por el gobierno. Los rebeldes se hicieron por todo el territorio con depósitos, docks y comercios”.
Búsquese, como en uno de esos ejercicios de los tests de inteligencias que nos pasaban a los niños en los noventa, y que espero que ya no se utilicen, un elemento característico de dicho párrafo. La solución estará al final de la entrada.

Estoy saliendo de un momento Perec y uno sale confuso de ciertas experiencias. Durante el verano tengo varios tiempos y lugares de lectura a lo largo del día. Leo después de desayunar, o antes si me despierto demasiado temprano, en la cama. Leo en el sofá después de comer. Leo al final de la tarde en un sillón – mecedora. Leo en la cama antes de dormir. Leo en trenes. En playas y piscinas. En las terrazas de los bares. Y leo en el parque por las mañanas, mientras mi hijo sube y se lanza por toboganes y demás juguetes. Es una lectura ligera, un rato agradable que pasamos juntos antes de que el calor apriete demasiado, en las primeras horas de la mañana. Como la lectura no es más que una actividad secundaria, que en ningún caso puede interponerse con la principal –vigilarlo– los libros del parque no son los mismos que leo en el sofá después de comer o en la cama antes de dormir. Me convierto en un lector fragmentario. Este verano, aunque no ha sido lo único, he leído en el parque a Georges Perec. No sé por qué pensaba, leyéndolo allí, que a Perec le gustaría que lo leyeran en los parques. La literatura de Perec es callejera, es de paseo, es bastante vagabunda. Perec paseaba mucho, y se paraba en los parques de París.

Dicen que Roberto Bolaño dijo que Georges Perec era sin duda el escritor más importante de la segunda mitad del siglo XX. Seguramente es verdad que lo dijo. Seguramente lo pensaba cuando lo dijo, pero la verdad es que Bolaño decía demasiadas veces esas cosas, y probablemente no fue el único autor de quien lo afirmó. Creo que no comparto ese entusiasmo por Perec. No lo calificaría del mejor escritor de ninguna década del siglo XX. Pero sí me acerco a lo que dijo Enrique Vila – Matas: Entre los libros que me cambiaron la vida estuvieron siempre los de Perec. Recuerdo haberlos leído con fascinación. La lectura de Perec es fascinante. Perec es fascinante. Este proyecto veraniego es mi segunda lectura del autor. En la primera leí La vida: instrucciones de uso, su obra magna, que sí me pareció un libro del que alguien podría decir: esta es una de las mejores novelas de la segunda mitad del siglo XX. Creo que lo es. La veo una clara vecina de Rayuela de Cortázar y Los detectives salvajes de Bolaño. También leí Me acuerdo. Leí primero el Me acuerdo de Brainard y debo reconocer que aunque el de Perec me gustó, me gustó más el del americano. También debo reconocer que fue con el de Perec con el que me di cuenta del cuerpo que podían tomar algunas notas que estaba trabajando y de las que acabó naciendo mi novela Mil dolores pequeños.

Leí La vida: instrucciones de uso a finales de 2.011, y leí Me acuerdo en el verano de 2.012. Para eso vale ir apuntando lo que uno lee. Le dejé La vida: instrucciones de uso a una persona que se mostró muy interesado en leerlo y pasó lo que suele pasar, que no me lo devolvía, por lo que tuve que acabar colándome en su casa el pasado otoño y recuperarlo. Es posible que aún no haya notado su ausencia.

Y no había vuelto a Perec desde hace cuatro veranos. Hasta que en una visita a la biblioteca a principios de agosto estuve ojeando Las cosas, y acabé saliendo de allí con cuatro libros del autor francés. La lectura de Georges Perec es un estado de ánimo. No creo que tenga demasiado sentido entrar en detalles concretos de cada uno de los libros, aunque tocaré algunos que me ayuden a entender mejor a su autor. Es un autor engañoso. Leí un artículo de Vila – Matas en el que decía que Perec ponía normas arbitrarias que trataban de imponer cierto orden al mundo. Es verdad. Parece una lectura ligera, que se puede hacer en el parque sin más, y se puede hacer en el parque, pero porque parte de la labor de lectura de Perec es seguir pensando en sus páginas cada vez que se cierra el libro. Los cuatro libros que he leído seguidos me llevan a pensar que aunque Georges Perec es un autor divertido, que toca temas que parecen anodinos, es en realidad un representante juguetón de cierto existencialismo, pues nos enfrenta al sinsentido de la existencia, la nada, la pena, lo perdido, la desmemoria.

Perec es un escritor crítico con la sociedad, pero no uno de esos escritores críticos que sermonea y trata de imponer su visión del mundo. Las cosas fue su primera novela, y creo que da la clave en su subtítulo: una historia de los años sesenta. Y esa historia de los años sesenta, escrita en 1965, empieza con una enumeración de todos los objetos que una joven pareja querría tener en su casa soñada, una casa de ricos para la que se sienten preparados. Esa historia de los años sesenta es una historia crítica con el papel que los años sesenta, y esencialmente los jóvenes de los años sesenta, se estaban dando a sí mismos desde aquel mismo momento. Perec es uno de esos jóvenes que describe. Mira a su alrededor con ironía y eso salva su labor. Viene de una familia modesta, ha estudiado en la universidad, ha tenido trabajos mal pagados, tiene una pareja, van al cine, fuman y hablan con otras parejas parecidas, leen semanarios progresistas, se manifiestan en contra de algunas cosas y a favor de otras. Echan de menos no haber nacido en otras épocas en las que los conflictos morales estaban más claros y era más sencillo dónde estaba el bien y dónde estaba el mal y en qué lado había que posicionarse. Uno sabía en qué bando situarse en la primera guerra mundial o en la segunda. A uno le gusta pensar que habría estado en la resistencia, pero no sabe dónde situarse ante la guerra de Argelia. Las cosas están cambiando pero tampoco es para tanto, parece decir. No nos entusiasmemos demasiado.

Un hombre que duerme fue su tercer libro, y es en el que más veo al autor que bebe del existencialismo llevándolo a una mirada irónica, como si pensara que la vida tampoco es un asunto tan grave. Un estudiante de sociología (como Perec lo fue) decide no levantarse para acudir a sus exámenes y de alguna manera se borra de la vida. Al final acabará saliendo de la cama, y acabará hasta saliendo de su casa, pero lo hará como un hombre que está en mitad de un sueño. El sueño remite necesariamente a Kafka como otro autor referente, y debe serlo, pues a él pertenece el epígrafe con el que se inicia la novela. El personaje del libro, al que el narrador interpela con una segunda persona que llega a hacer sentir incómodo al lector, saldrá de casa, paseará, irá al cine, observará, pero todo parecerá parte de un proceso de desnaturalización. Está desprendiéndose de todas las necesidades superfluas, de todos los objetivos que la sociedad le ha marcado, camino de un mundo esencial e individual, como en una epopeya budista en mitad de la metrópolis. Vuelvo a detectar esa cierta decepción con todos los cambios, esa crítica irónica a la sociedad de consumo y sus nuevos modelos.

Decía Vila – Matas en ese mismo artículo que citaba antes que El secuestro era la mejor novela de Perec y por añadidura una de las mejores novelas europeas de las últimas décadas. Es sin duda una novela extraña, de lectura alucinada. Perec vuelve a enfrentarnos, en esta su cuarta novela, a la nada. Un hombre desaparece, aparentemente secuestrado. Y pronto todo se irá revelando como un sinsentido. Es un libro que parece jugar con unas reglas diferentes, propias, las de Perec, que de alguna manera nos permite jugar como lectores sin habernos explicado antes cómo se debe jugar. Es un placer volver a un estado de lectura propio de la infancia. Y quizá sea la manera adecuada de jugar, pues nadie estudia nunca las instrucciones de un videojuego antes de ponerse a jugar. Y Perec, como Cortázar y sus amigos parisinos, escribe jugando. El secuestro está relacionada con Un hombre que duerme y con Las cosas. Las tres fueron escritas en un intervalo de unos cinco años en la segunda mitad de los sesenta, y quizá la mejor manera de verlas sea como capítulos de una gran novela, introducción, nudo y desenlace sui generis a los años sesenta franceses. La narrativa de Perec en estas tres novelas evoluciona de lo poco a la nada, y consigue resultados excelentes con ese material.


Me alegro de haber leído en último lugar Lo infraordinario. Por lo que comentaba de contemplar las tres novelas como partes de una misma obra, si sigue habiendo autores de los que tiene sentido hablar de una poética propia, Georges Perec es sin duda uno de ellos. El título ya dice todo, o dice mucho. A Perec le interesaba sobremanera lo anodino, lo que queda por debajo de la atención de los demás. Lo que sólo era suyo. Creo que hay dos grandes tipos de novelistas: los que inventan y los que miran la realidad de una manera distinta. Los del qué y los del cómo. Perec no necesita casi qué porque es un maestro del cómo. En el libro, publicado póstumamente, Perec se lanza a describir su barrio, o su escritorio, o trata de enumerar todo lo que comió y bebió en 1.974. Ejercicios que podrían ser insustanciales si no estuvieran tan bien dibujados. Lo infraordinario reúne ocho textos que vienen a enseñarnos quién era Perec, qué escribía, y por qué. Perec era hijo de judíos muertos en la Segunda Guerra Mundial (su madre murió en Auschwitz, su padre en el frente) y no debía ser fácil ser él. A veces parece que huía de sí mismo. Lo infraordinario nos permite saber qué le interesaba y por qué tenía esa alma de clasificador de la existencia. No debe ser casual que durante muchos años fuera archivero y documentalista, y no debe serlo tampoco que lo fuera en un importante laboratorio, pues su prosa tiene algo de científico, de ese lenguaje fascinante pero algo oscuro que insinúa la realidad más que la enseña.

La narrativa de Georges Perec funciona como una granada que después de activada espera para explotar. La granada va explotando a cámara lenta y aunque ya haya escrito estas palabras aún noto que su efecto persistirá por un tiempo. Quizá sea conveniente dejar pasar otros cuatro veranos antes de volver a leer a Perec y hacerlo en ese año 2.020 sólo en las orillas de piscinas y playas. Quizá haya que marcarse reglas sin sentido aparente y respetarlas como si fueran las palabras de un dios, así, con minúsculas, un dios modesto, hasta algo anodino, sin ansias de grandeza. Por cierto que el párrafo inicial no contiene ninguna a, igual que toda la novela. Y no se puede más que admirar al traductor que hizo tal labor, pues la novela original en francés carece de la e y el encaje de juegos y lugares debió de llevarle años.

Seguiremos leyendo y hablando de lo leído.

Felices lecturas


Sr. E